domingo, septiembre 28, 2014

Poemas y música vuelta y vuelta (Aldo y Tranche)

Poemas y música vuelta y vuelta - Cultura - Diario de León



El pintor Esteban Tranche y el poeta Aldo Sanz en la exposición del CLA. - cuevas

marcelino cuevas | león 22/12/2012
Aldo Sanz es un poeta subterráneo, no porque camine bajo las aguas o la tierra, sino porque lleva sus versos muy escondidos, celosamente guardados tras su apariencia bohemia. Hombre de sonrisa bonachona y larga melena gris, transita por la vida en cálido silencio, cocinando sus emociones a fuego lento y poniendo en ellas un corazón que palpita sobre la plancha ardiente de la vida para que el poeta, que a veces porta con desenvoltura un misterioso gorro negro, los pase ligeramente por la literatura…. vuelta y vuelta.
Un libro tan sencillo como intenso recoge los versos en los que Aldo Sanz ha querido resumir sus vivencias infantiles. «La gran cruz -comenta- que todo lo ordenaba, el recuerdo a la iglesia omnipresente en aquellos años, la vieja mesa de lectura, la cacha de mi padre, la ceranda y la paca de hierba del trabajo en el campo… y muchos ojos, ojos vigilantes, ojos críticos, ojos acechantes, las mil miradas ante las que el niño tenía que encerrarse en sí mismo». Todos estos elementos figuran en una inspirada instalación que llena una de las cuatro salas que el CLA (palacete de Independencia) ha dedicado a esta exposición. Y dentro de ella Aldo propone una performancesonora titulada Círculos. Utiliza el espacio como elemento contenedor donde se ordenan con la máxima sutileza y mimo el conjunto de componentes objetuales y textuales que la dotan de una intensa carga poética y de rememoración familiar.
En otras dos salas las paredes se cubren con los versos del poeta, escritos con florida caligrafía y quizá auténtica pluma de ave. Y a su lado, el monumento plástico de quien le acompaña en este viaje, Esteban Tranche. Mientras Aldo ha querido sumergir su Mano en río, en la corriente de agua de la existencia, que nunca vuelve atrás, Tranche habla en sus pinturas de un paseo Entre sombras de luna. «El trabajo importante es el de mi amigo Aldo. Yo, simplemente le acompaño con mis pinturas, inspiradas en sus versos. Hacemos así un viaje en cierta forma unidos pero transitando siempre por sendas paralelas», afirma el pintor.
Austeridad cromática
«Esteban Tranche -explica Luis García, comisario de la muestra- e tomó como punto de referencia y reflexión los poemas de Aldo Sanz, para germinar todo un amplio mundo sugerente de imágenes que entroncan con su última etapa pictórica, pero en esta ocasión, desde la máxima austeridad cromática que transita entre territorios de gran sutileza que van del blanco al negro. La alegoría del fluir lento y acompasado de las líneas que se entrecruzan sobre un espacio denso y atmosférico, en el cual el efecto de trasluz se convierte en protagonista en gran parte de las ocasiones, dota a las composiciones de un sentido intensamente poético y oriental. Hecho que parece contraponerse en cierto modo al sentido estrictamente constructivo, pétreo, frío, austero, pero substancialmente humano y vital de los poemas de Aldo».
En la cuarta sala dedicada a la muestra, se presenta una vídeo proyección, editada y producida por Vicente García, en la cual varios artistas y personajes próximos al poeta interpretan algunos poemas del libro: Antonio Gamoneda, Esteban Tranche, Castorina, Herminia de Lucas, Juan Rafael Álvarez, Eloísa Otero, Ana García, Karlos Viuda, Ángel Abajo, Román Zotes Trapiello, Tomás, Sánchez Santiago, Ildefonso Rodríguez, Isabel Lucio Villegas, María José Álvarez, Víctor M. Díez, Guadalupe, Amancio González, Alba N. Bulnes y Joaquín Pérez Oter

miércoles, septiembre 17, 2014

SOBRE LA PAZ Y LA VIOLENCIA

SOBRE LA PAZ Y LA VIOLENCIA



MARTIN LUTHER KING 2
Se ha escrito mucho sobre las penurias materiales causadas por las políticas de austeridad (desempleados sin prestaciones, niños malnutridos, familias desahuciadas, suicidios, represión judicial y policial), pero no se ha hablado de los daños morales. En las últimas décadas, la sociedad española había desterrado la violencia como medio para realizar objetivos políticos, acostumbrándose a convivir sin estridencias y rechazando la tendencia a deshumanizar al adversario. Solo el conflicto vasco continuaba produciendo un dolor absurdo, inmoral e innecesario, pues el tiempo ha demostrado que el anhelo independentista puede encauzarse por vías exclusivamente pacíficas y democráticas. Al mismo tiempo que la izquierda abertzale renunciaba a la violencia, la sociedad española empezaba a fantasear con una guerrilla urbana capaz de combatir los abusos del neoliberalismo. Solo era una fantasía, pero las letras de raperos incendiarios celebrando el piolet de Ramón Mercader evidenciaban un creciente desprecio por la vida humana. Es evidente que no se puede condenar la violencia en términos absolutos, pues en los casos de una injusticia estructural que institucionaliza la violación de los derechos humanos, no cabe otra opción que enfrentarse al poder por cualquier medio. Hasta la Iglesia Católica reconoce el derecho de resistencia para acabar con una “tiranía evidente y prolongada que atentase gravemente contra los derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosamente el bien común”.  En la España actual, se ha llegado a unos niveles preocupantes de desigualdad, corrupción y represión, pero aún hay vías políticas para luchar por un cambio pacífico e incruento. Un tiro en la nuca o un coche bomba nunca podrán ser una alternativa ética, sino el punto de partida de una espiral de crueldad e ignominia. Siempre es preferible el camino de la resistencia civil no violenta, no solo por razones morales, sino porque casi siempre produce cambios más profundos y duraderos. Es cierto que Martin Luther King y Nelson Mandela no consiguieron terminar con las desigualdades, pero lograron abolir las leyes que establecían una odiosa segregación racial. En cambio, la revolución rusa desembocó en un Estado totalitario, cumpliéndose las tempranas profecías de Rosa Luxemburgo sobre la intolerancia bolchevique. A pesar de los intentos de rehabilitar a Stalin, solo unos pocos insensatos consideran que el dictador georgiano es una figura más edificante que Martin Luther King, mártir de los derechos humanos.
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Yo he nadado en las aguas del radicalismo, pero ahora considero que algunos de mis textos revelan una notable irresponsabilidad. Immanuel Kant no se equivocaba al hablar del factum o dictado de la conciencia, una voz interior que protesta enérgicamente cuando nos desviamos de lo ético y humano. Gracias a ese malestar, podemos repudiar nuestros errores. Pedir perdón no significa humillarse, sino liberarse de un pasado que exige una rectificación. Los que son incapaces de dar ese paso, nunca saldrán del círculo infernal del odio y el rencor. La crisis ha dejado a muchas familias desamparadas, pero su sufrimiento no se aliviará con actos de violencia. Es más sensato protestar como ciudadanos, implicándose en proyectos transformadores y solidarios. La sociedad de consumo nos ha educado para gastar dinero en banalidades, pero no para compartir. Si el Estado no provee, incumpliendo sus obligaciones, la ciudadanía debe acudir al rescate de los que han perdido toda esperanza. No albergo convicciones religiosas, pero creo en la necesidad de buscar la verdad, pues –como apuntó Karl Jaspers- “la verdad es aquello que nos une”. La verdad no es un dogma, sino una interrogación permanente que apunta hacia una libertad real, efectiva. Pensar que la libertad es un privilegio individual constituye un error, pues la libertad solo se materializa en una sociedad sin espacio para la desigualdad, la explotación o la opresión. El capitalismo nunca proporcionará una libertad real. La historia nos ha enseñado que produce acumulación y miseria, privilegios y exclusión, satisfechos y marginados. Además, no es posible extender su modelo por todas las naciones sin provocar una catástrofe planetaria. De hecho, las guerras en curso están motivadas por el control de los recursos energéticos y sus rutas comerciales, pues son la clave de una economía basada en el consumo y el despilfarro. Ignacio Ellacuría, teólogo de la liberación asesinado en 1989 por los militares salvadoreños, afirmó que para superar una civilización gravemente enferma hay que “revertir la historia, subvertirla y lanzarla en otra dirección”. ¿Cuál es esa dirección? El progreso hacia una utopía llamada “civilización de la pobreza”, que consiste en “un estado universal de cosas en el que está garantizada la satisfacción de las necesidades fundamentales, la libertad de las opciones personales y un ámbito de creatividad personal y comunitaria que permita la aparición de nuevas formas de vida y cultura, nuevas relaciones con la naturaleza, con los demás hombres, consigo mismo y [en el caso de los creyentes] con Dios”. La “civilización de la pobreza” no se hará realidad con una simple declaración de intenciones. Por un lado, hay que luchar activamente para “crear modelos económicos, políticos y culturales que hagan posible una civilización del trabajo como sustitutiva de una civilización del capital”. Por otro, hay que cultivar “la solidaridad compartida en contraposición con el individualismo cerrado y competitivo de la civilización de la riqueza”. Según Ellacuría, la historia solo puede subvertirse desde abajo, lo cual significa que el potencial transformador y utópico no se encuentra en las naciones ricas y poderosas, sino en el Tercer Mundo. Dicho de otro modo, la redención de la humanidad solo puede venir de los oprimidos: “La espléndida experiencia de las comunidades de base […] como factor de transformación política, el ejemplo no puramente ocasional depobres con espíritu que se organizan para luchar solidaria y materialmente por el bien de sus hermanos, los más humildes y débiles, son ya prueba del potencial salvífico y liberador de los pobres”. Walter Benjamin formuló una perspectiva semejante, aunque con un acento exclusivamente secular: “Solo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza”.
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La solidaridad nos mueve hacia los pobres, débiles y excluidos, pero son ellos, con sus ansias de vida y su resistencia a ser explotados, humillados y postergados, los que nos enseñan que la injusticia no prevalecerá, que las mayorías populares algún día se liberarán de sus cadenas y que la utopía de la fraternidad y la mesa compartida se realizará en la historia, neutralizando las tendencias más destructivas del ser humano. Las utopías son peligrosas cuando se convierten en dogma, pero actúan como una fuerza liberadora al manifestar que otro mundo es posible. No espero gran cosa de los partidos políticos. La disciplina del euro ha destruido la soberanía de los pueblos de Europa y el pacto fiscal garantiza la continuidad de los recortes. Las iniciativas ciudadanas son la forma más ética de resistir a la Europa neoliberal: movimientos sociales, organizaciones solidarias, campañas de desobediencia civil, centros sociales autogestionados, escuelas libres, consumo responsable y sostenido. La Plataforma de Afectados por la Hipoteca es un ejemplo de que sí se pueden cambiar las cosas desde una posición ética y no violenta. En La condición humana, Hannah Arendt escribió: “El acto más pequeño en las circunstancias más limitadas lleva la simiente de la misma ilimitación, ya que un acto, y a veces una palabra, basta para cambiar cualquier constelación”. No menospreciemos los pequeños actos y su poder transformador. Rosa Parks hizo un pequeño gesto que sirvió de chispazo al movimiento por los derechos civiles. Un pequeño gesto es un acto de creatividad y la creatividad es una de las mejores cualidades de la especie humana. No desperdiciemos un recurso capaz de alumbrar utopías y sembrar la esperanza en una humanidad abatida y desencantada.
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RAFAEL NARBONA

domingo, septiembre 14, 2014

UN BIPOLAR ANTE EL SUICIDIO DE ROBIN WILLIAMS | Rafael Narbona

UN BIPOLAR ANTE EL SUICIDIO DE ROBIN WILLIAMS | Rafael Narbona



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¿Qué experimenta un bipolar cuando se suicida otro bipolar? Aunque no se ha comentado demasiado, Robin Williams era bipolar. La lista de actores que sufren esta patología es notable e incluye a Stephen Fry, Catherine Zeta-Jones, Jim Carrey, Ben Stiller, Mel  Gibson, Richard Dreyfuss. Todo indica que Williams primero intentó cortarse las venas, pero probablemente no pudo soportar el dolor. Las venas se resisten a liberar su carga, casi como un niño que lucha para no dormirse porque tiene miedo a la oscuridad. Sin embargo, cuando el deseo de morir se ha apoderado de la mente, no se desiste con facilidad. Por eso, el famoso actor cambió de método, ahorcándose con un cinturón. Al parecer, escogió la noche para decir adiós. Tal vez le empujó el insomnio, un adversario particularmente cruel. La desesperación se agudiza cuando el mundo escatima su tregua diaria, esa pequeña muerte que paradójicamente nos ayuda a vivir, suspendiendo por unas horas el mundo real. Los bipolares raramente disfrutan de un sueño reparador. Yo sufro continuas pesadillas. Sueño que me ahogo, que mi piel arde y se desprende como las pavesas de una hoguera, que mi garganta intenta articular sonidos y solo produce estertores, que mis ojos hormiguean con miles de insectos agitándose debajo de los párpados. Suelo levantarme agotado y confuso, pero el turbulento mundo de los sueños me resulta más tolerable que mi rostro en el espejo, maltratado y envejecido por un dolor obstinado.
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No voy a ocultar que la muerte de Robin Williams me ha afectado. Tengo 50 años, escribo, soy bipolar, no tengo hijos, he sobrevivido a varios intentos de suicidio y he perdido la esperanza de vivir sin el lastre de la angustia, la tristeza y la ansiedad. El trastorno bipolar recorta la esperanza de vida en diez, veinte, treinta años. Cada estudio arroja un resultado diferente. Mi hermano Juan Luis hundió la cabeza en un horno y abrió las espitas del gas con cuarenta años. No albergaba convicciones religiosas, pero escenificó su muerte con una hilera de crucifijos, alineados en el pasillo que conducía a la cocina. Era mi hermano, pero también una ausencia que yo he combatido reelaborando mis recuerdos, pues no soportaba el contraste entre la realidad y el deseo. Si miro hacia atrás, hay más vacíos que vivencias compartidas. En muchos aspectos, fuimos dos desconocidos que se encontraban de tarde en tarde, fracasando una y otra vez en el propósito de tejer una relación basada en el afecto y la comprensión. Nuestra impotencia para llegar al otro no impidió que naufragáramos en las mismas aguas. Si alguien examina nuestras vidas, advertirá grandes diferencias, pero también se preguntará si no éramos la misma persona, bordeando los mismos abismos. Quizás yo he vivido diez años de más, pero el anhelo de escribir me empuja a seguir aquí. Percibo mis días como páginas que avanzan entre el sufrimiento y el anhelo de felicidad. A estas alturas, tal vez solo soy palabras que se resisten a morir.
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Robin Williams no era uno de mis actores favoritos. Es indudable que tenía talento, pero quizás por mi edad estoy más cerca de Montgomery Clift o Marilyn Monroe. Los dos eran bipolares, autodestructivos y profundamente desdichados. Monty se maltrató a conciencia, abusando de las drogas y el alcohol. Apenas superó los cuarenta años. Marilyn vivió menos. La noche del 5 de agosto de 1962 su cuerpo se rindió ante un cóctel de barbitúricos. Al parecer, mezcló Nembutal (pentobarbital) y Seconal (secobarbital), una combinación fatal que solo fue posible porque su médico de cabecera y su psiquiatra no compartían información. Todo indica que esta vez no buscaba la muerte, pero sí unas horas de sueño, con la desesperación del que ha sobrevivido a duras penas a feroces insomnios. Nunca sabremos las causas y circunstancias exactas de su muerte. Sin embargo, hay incontables testimonios sobre sus fallidos intentos de suicidio, que evidencian su inestabilidad emocional. Ser inestable no es una elección, sino un estado del alma que brota de una interminable herida. No sé cuál era la herida de Robin Williams, que agravó su desorden interior con previsibles adicciones. Previsibles porque el alcohol y las drogas mitigan la depresión, induciendo una alegría tan artificial como efímera. De joven consumí ácidos y cocaína. Solo fue un contacto fugaz, pero no he olvidado su efecto. Al principio, experimentas euforia, excitación y una ilimitada confianza en ti mismo. Hablas durante horas, con una aparente clarividencia. Sientes que por fin has logrado desembarazarte de cualquier inhibición o complejo, pero solo es un cruel espejismo. La avalancha de palabras, hallazgos e intuiciones se detiene poco a poco y de repente comienza una vertiginosa caída. Parece que has saltado por la ventana de un patio interior, con las paredes de color ceniza y un suelo que se prepara para destrozar tu cuerpo, transformando tu cerebro en una medusa moribunda. Al parecer, Robin Williams había superado sus adicciones, pero no la depresión, que se había agudizado durante las últimas semanas. Cuando encontraron su cuerpo, se hallaba casi sentado. Mi hermano estaba de rodillas, con los pies descalzos. Ambas imágenes son desoladoras, pues reflejan indefensión y fragilidad, pero también una profunda determinación de morir.
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El suicidio no es una elección libre y racional, sino un impulso incontrolable. Yo celebro estar vivo. Entre 1993 y 2007, busqué la muerte en varias ocasiones, combinando antidepresivos, ansiolíticos e hipnóticos, pero desde que empecé a escribir literatura la perspectiva del suicidio perdió fuerza y ahora solo es un lejano fantasma. El suicidio de Robin Williams ha resucitado ese fantasma, pero no como una posibilidad, sino como un doloroso recuerdo. He pensado en Margaux Hemingway, que se suicidó el 1 de julio de 1996. No era una fecha cualquiera, sino el aniversario del suicidio de su abuelo, Ernest Hemingway, el gigantón que amaba el boxeo, los toros, la caza, la guerra, y que en la madrugada del 2 de julio de 1961 se voló los sesos con su escopeta favorita, una Boss calibre 12. Hemingway conservaba la pistola Smith & Wesson con la que se suicidó su padre, el médico Clarence Edmonds. Clarence se pegó un tiro en la cabeza mientras se encontraba en el despacho de su consultorio. Cuando recibió la noticia, el escritor comentó: “Probablemente yo voy por el mismo camino”. Al igual que su abuelo, Margaux sufría trastorno bipolar. Se quitó la vida en su apartamento  de Santa Mónica, California, utilizando una sobredosis de fenobarbital. Tenía 42 años. Dejó un bloc de notas, pero arrancó algunas hojas y las quemó. En las primeras páginas se leía: “Amor, curación, protección perpetua para Margot”. También quemó incienso, hizo un montoncito con sal, alineó dos velas y depositó un ramo de flores blancas en la mesilla de noche. A la izquierda de su cama, colocó un osito Teddy, quizás por nostalgia de la infancia, pese a que siempre manifestó que de pequeña había sido muy desgraciada. Al examinar el cuadro, algunos pensaron que pretendía formular un conjuro contra la muerte, pero tal vez solo quiso escenificar su suicidio. El suicidio es una ceremonia privada abocada a convertirse en acontecimiento público, especialmente si eres un artista. Quizás Margaux nos dejó un mensaje que no sabemos interpretar o solo nos quiso decir adiós a su manera.
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Sobrevivir a un suicidio no produce alivio, sino rabia y frustración. Es un nuevo fracaso en una vida marcada por los sentimientos de fracaso, pero eso no significa que resulte deseable tener éxito, pues el que se mata deja un rastro terrible en su entorno. De alguna manera mata a los que le querían. Yo no soy capaz de pensar en mi hermano sin recordar su suicidio. Sus fotos descansan en un álbum, lejos de la vista, pues su imagen está inevitablemente asociada a su trágica muerte. No le he olvidado. Simplemente, no soporto la sombra del suicidio, dibujándose en una mesa o una repisa. Yo no deseo añadir un nuevo drama a la historia de mi familia. Quiero vivir, tengo muchas ganas de vivir. Pienso que solo he empezado una segunda navegación como escritor, después de pasar quince años en la enseñanza y un lustro como investigador y bibliotecario. Robin Williams nos deja el mismo año que Philip Seymour Hoffman, que se inyectó una explosiva mezcla de heroína, cocaína, benzodiacepinas y anfetaminas. Ambos sucumbieron a sus demonios interiores. Hoffman comentó a sus amigos: “Sé que voy a morir”, pues seis semanas antes había superado de milagro una sobredosis. Incapaz de controlar su adicción, consumía también grandes cantidades de alcohol. Se puede decir que también se suicidó, pues alcohol, drogas y enfermedad mental suelen bailar en la misma cuerda, sin ignorar que antes o después caerán al vacío. Yo me he enamorado de las palabras y eso me ha salvado. Ahora me dedico a seguir los pasos de la luz, embriagándome con su belleza. No hay mucho más. La realidad solo es eso y quizás sea lo mejor, pues nuestra conciencia no podría soportar la carga de la infinitud. Robin Williams no ha sido acogido por un Dios compasivo. Está con nosotros, invitándonos a darle la espalda a la melancolía. No se me ocurre mejor homenaje que mirar al cielo y sencillamente sonreír.
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RAFAEL NARBONA