jueves, marzo 03, 2016

La Ruta de los Balcanes… El viaje a ninguna parte de los refugiados | FronteraD

La Ruta de los Balcanes… El viaje a ninguna parte de los refugiados | FronteraD

La Ruta de los Balcanes… El viaje a ninguna parte de los refugiados

Texto y fotos: Czuko Williams - 03-03-2016








Cada día, miles de refugiados transitan por el camino que, en la frontera entre Macedonia y Serbia, separa el “Área de registro y tránsito” de Tabanovtse y Miratovac.







El flujo migratorio procedente de diferentes países de Próximo Oriente y Asia ha consolidado en los últimos meses su línea de acceso a Europa a través de los Balcanes. Decenas de miles de refugiados sirios, afganos, iraquíes, paquistaníes y, en menor medida, eritreos y somalíes, recorren, a la búsqueda del ansiado El Dorado alemán, un vericueto de áreas de registro y tránsito –eufemismo “de la acción humanitaria” para denominar a los campos de atención al refugiado en esta región–. La insistencia de los gobiernos implicados y de las principales organizaciones internacionales encargadas de las cuestiones de refugio y asilo acerca de esta definición tiene un interés claro: en Europa no hay campos de refugiados. Aunque lo parezcan, no podemos asumir una Europa, ni siquiera en su periferia, con campos que recuerden a aquellos de los ignominiosos años cuarenta.

En un frenético y agotador viaje, cientos de miles de personas arrastran a sus familias a lo largo de miles de kilómetros atravesando fronteras cada vez menos accesibles, mientras el problema migratorio amenaza con convertirse –si no lo es ya– en la mayor crisis humanitaria en lo que va de siglo.

Los datos son claros. Según OCHA (Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios), UNHCR (el Alto Comisionado de la ONU para los refugiados) y laIOM (la Organización Internacional de las Migraciones), en la primera semana de febrero, 8.531 refugiados llegaron por mar a las costas griegas, 16.717 pasaron la frontera Macedonia, 16.426 cruzaron a Serbia, 17.966 alcanzaron Croacia y 16.744 Eslovenia. Por su parte, la política de cerrazón de Hungría arroja la lacónica cifra de 376 entradas en el país durante las mismas fechas. El mensaje para los grupos políticos y sociales más conservadores también es claro. Cerrar las fronteras funciona como medida “profiláctica”. Peligrosa premisa, sin duda. Pero el ejemplo parece haber tenido su eco y a finales de febrero, de nuevo, las fronteras de Macedonia se cerraron al tiempo que comenzaba la selección de aquellos refugiados, en especial afganos, que no podían continuar su viaje o que debían ser devueltos a su lugar de origen.

La política migratoria está chocando con el afloramiento de la desigualdad de pareceres e intereses tanto en Europa como en su periferia. Mientras una Europa cada día más enrocada se amuralla y recrudece su política de asilo y refugio, los líderes de la Unión tratan de convencer a los países limítrofes –ávidos de contentar a Bruselas para facilitar su futura adhesión– de la necesidad de que multipliquen la atención y acogida de refugiados. No en vano los principales pretendientes a integrarse en la Unión –Turquía, Macedonia y Serbia– son los países a través de los cuales se está organizando el flujo de migrantes y refugiados.

En noviembre de 2015 el ejército esloveno comenzó a levantar vallas en sus fronteras, especialmente en Obrezje, al oeste de Zagreb, y en torno al paso fronterizo de Gibina, principales pasos hacia Austria y Alemania. En enero de 2016 Macedonia ultimaba el cierre del perímetro de sus fronteras con Grecia con una doble línea de altas vallas y concertinas. La postura de Hungría ha sido más radical, cerrando su frontera y fortificándola para evitar el flujo migratorio “incontrolado”. La postura del presidenteViktor Orbán es clara, según ha declarado en varias ocasiones a los medios: “los inmigrantes, principalmente musulmanes, suponen una amenaza a la prosperidad de Europa, a la seguridad y a los valores cristianos”. La postura turca no es menos clara, como se desprende de las reiteradas peticiones de Ankara en las reuniones mantenidas con líderes europeos. Turquía quiere dinero de Bruselas a cambio de frenar el flujo de migrantes a Europa, pero también ha advertido a los 28 de que Turquía no se convertirá en un campo de concentración para refugiados”.

Por otro lado, aunque silenciado por la mayor parte de los medios de comunicación, algunos países recuerdan las fatwas de algunos imames como la propagada en septiembre de 2015 por el sheikh Muhammad Ayed en la mezquita de Al-Aqsa de Jerusalén, incitando a los migrantes a “reproducirse con los europeos para conquistar sus países”. Otros medios, citando a grupos de la comunidad de inteligencia, han difundido supuestas escuchas en las que el ISIS (Estado Islámico) amenazaba, ya en febrero de 2015, con inundar Europa con medio millón de refugiados. La política del miedo al otro y la evidente tensión antiterrorista en Europa parecen ser alguno de los principales eslabones de esta frágil cadena del flujo de refugiados.

Pero cuando uno se acerca a buscar datos de primera mano, cuando recorre kilómetros junto a miles de familias, descubre dos cosas de gran interés. Por un lado que son precisamente eso, familias, las que están desplazándose en esta nueva oleada de refugiados; muchas de ellas familias con cierto nivel adquisitivo. Por otro, que el viaje en sí no es un regalo y que todo se paga, a veces, incluso, multiplicando astronómicamente su precio.

Y mientras tanto los siempre efervescentes Balcanes vuelven a estar una vez más en el ojo del huracán, amenazando, silenciosamente, con hacer regresar la inestabilidad a una zona a la que Europa parece llegar siempre tarde. Pese a la normalización, para algunos países las luces de alarma están encendidas.

En países como Macedonia o Serbia, con una media salarial mensual que ronda poco más de los 200 euros, índices de paro muy por encima del 22%, más del 20% de la población en el umbral de la pobreza y una base económica anclada primordialmente en el sector servicios (60%) y en una industria (20%) en claro retroceso, los refugiados se presentan como una oportunidad más de negocio, no sólo para las redes organizadas en torno al paso de ilegales –en su mayor parte procedentes de Marruecos y Argelia–, sino también en torno al flujo legal de refugiados donde un taxi o una cajetilla de tabaco puede ver multiplicado su precio hasta más de un 400%.

Pese a que los medios marcan el interés informativo creando la noticia, en el mes de febrero los refugiados, lejos de haberse desvanecido, han pasado a integrarse en una nueva fase de burocratización y normalización de la que poco se ha dicho y en la que los controles fronterizos ejercidos por los países implicados y la gestión de las “áreas de tránsito” por ACNUR e IOM han contribuido a que los movimientos se desarrollen de una forma administrativamente más ordenada. El flujo de refugiados se distribuye a través de tres puntos: entrada, tránsito y salida, gestionados por cada país o de forma conjunta por los países fronterizos y las organizaciones de ayuda a los refugiados (UNCHR) y migrantes (IOM) con la colaboración de otras organizaciones no gubernamentales implicadas –Save the Children, UNICEF, MSF y la Cruz Roja, principalmente–.

La situación ha sobrepasado, empero, la capacidad de reacción de todos los gobiernos y el cierre, intermitente o total, de fronteras por parte de algunos gobiernos ha contribuido a crear un clima de miedo, incertidumbre e inquietud entre los propios refugiados. A principios de febrero y de nuevo a mediados del mismo mes la frontera de Grecia con Macedonia permaneció cerrada durante una semana y más de un millar de personas se hacinaban en una estación de servicio en la autopista E-75, a poco más de 11 kilómetros del paso fronterizo de Gevgelija.

En este punto, los refugiados, desesperados, trataban de alcanzar a pie la frontera por Idomeni a pesar de haber pagado íntegro el billete de autobús griego. El problema residía en que el gobierno macedonio había decidido cerrar la frontera, entre otras cuestiones ante las presiones de los taxistas y los transportistas de autobuses tras la polémica decisión gubernamental de que todos los desplazamientos de refugiados debían realizarse por ferrocarril.

Cuatro días después, y ante la imparable presión de los grupos de refugiados que salían de Turquía huyendo del recrudecimiento de los combates en el norte de Siria, la frontera volvió a abrirse y el flujo de refugiados se normalizó de nuevo. Mientras, en Macedonia, las protestas de transportistas y profesionales del taxi se recrudecían. Cada cual reclamaba su parte del pastel… y parecía que no había pastel para todos. Porque hay una evidencia indudable. En todos los conflictos que implican desplazamiento de refugiados la periferia se enriquece, bien a través del mercado negro, como pudimos documentar en la frontera de Siria y Turquía, bien a través del tráfico de inmigrantes o, de forma más notable, mediante la inflación del precio de todo tipo de productos y servicios al refugiado.

En la actualidad, una vez normalizado el movimiento, desde la localidad fronteriza griega de Idomeni los refugiados pasan al área de tránsito macedonia de Vinojug, cerca de Gevgelija, para allí poder tomar un atestado y sucio tren especial –exclusivopara refugiados– que, en cinco horas, les traslada a Tabanovce, en la frontera serbo-macedonia. Aún cuando los precios para este trayecto, anunciados públicamente en las taquillas de la propia estación de Gevgelija, son de 10 euros, a primeros de febrero el coste del viaje se situó en 25 euros por persona, siendo gratuito para los niños menores de 10 años. Las condiciones de hacinamiento y falta de salubridad del tren son manifiestas, suponiendo un riesgo para los centenares de niños que, diariamente, deben viajar sentados en el suelo y amontonados en los desvencijados y penosos vagones. Aún cuando la capacidad para el tren se estima en 400 personas lo normal es que en cada trayecto embarquen entre 750 y 1.000 personas como mínimo, las mismas que en este proceso tan imparable como ordenado se desplazan diariamente de frontera a frontera.

Según Risto, taxista de Gevgelija, el interés del gobierno por ordenar el flujo de refugiados a través del ferrocarril implica, además de intereses particulares por parte de algunos magnates cercanos al gobierno del primer ministro Nikola Gruevski, un perjuicio grave para los taxistas y los transportistas de carretera que han visto limitadas sus posibilidades de participar en el jugoso festín del transporte de miles de personas. Por su parte, el gobierno de Macedonia, ha esgrimido la medida como un intento por controlar y reducir el tráfico irregular de personas por su territorio. Para Gorhan, un joven serbio musulmán de Miratovac, graduado en gestión de empresa y que ante la falta de trabajo en la región aprovecha para hacer de taxista, la situación en Serbia se plantea algo más esperanzadora, pues de momento el gobierno no ha limitado el traslado de refugiados por carretera. Como él reconoce, los 10-15 euros de cada traslado, de poco más de 7 kilómetros, desde Miratovac hasta Presevo son muy bienvenidos en una economía muy mermada y casi de subsistencia.

Llegados al área de tránsito de Miratovac, donde a los refugiados se les toma de nuevo la filiación, una decena larga de taxistas serbios aguardan al final del camino de tierra de dos kilómetros que separa el campo de la pequeña localidad de Miratovac. Allí abordan diariamente a los refugiados –que deben desplazarse a pie hasta la pequeña localidad– antes de que puedan enterarse de que existen autocares gratuitos que les llevarán al área de registro de Presevo. La información es poder y no es visto de buen grado que nadie informe a los refugiados de distancias, medios de transporte o cualquier otro elemento que pueda privar a los transportistas de un buen puñado de euros. Como señala Gorhan, hay otros elementos en juego para los refugiados: ir más rápido implica llegar antes al campo, agilizar los trámites y salir antes hacia Croacia o Eslovenia, y por eso muchos refugiados optan por desplazarse en alguno de los improvisados taxis que esperan al final del camino. Debido a sus condiciones de salud o a la imposibilidad de desplazarse, algunos cientos de refugiados son trasladados por los vehículos de las ONG hasta los autocares gratuitos, pero son los menos y son tratados con evidente recelo por los transportistas serbios y cierta envidia por los refugiados que deben hacer el camino a pie cargando con sus exiguas pertenencias –muchas de las cuales irán abandonando a lo largo del camino– y en la mayor parte de los casos con sus hijos de menor edad sobre sus hombros.

La ausencia de control sobre el transporte privado en Serbia ha derivado también en que se multipliquen las vías de acceso hasta la siguiente frontera, así como al incremento desmedido de los precios para recorrer distancias absurdas. Sirva como ejemplo la oferta de 400 euros de uno de estos taxistas para recorrer los escasos diez kilómetros que separan la frontera de Serbia y Macedonia y la localidad de Presevo. La presencia de algunos miembros de la mafia local no pasa inadvertida en las inmediaciones del campo de Presevo. Los mismos que han ayudado a pasar a algunos ilegales siguen ofreciendo ahora transportes de lo más variopinto para aquellos refugiados “con papeles” o la continuación del viaje –siempre sujeta a constantes reajustes al alza– a los que carecen de ellos.

Una vez en Presevo, y tras un nuevo registro, los refugiados esperan un tren que por 12 euros los lleve a Croacia en un largo trayecto hasta el punto de salida de Sid, en la frontera serbo-croata. Debido a la duración de este trayecto –12 horas para recorrer 550 kilómetros–, y a que no es directo, buena parte de los refugiados optan por desplazarse por medio de autobuses que realizan el mismo trayecto de forma directa por 20 euros en poco más de 6 horas. Los puntos de acceso a Croacia se realizan por Tovarnik, desde donde los refugiados deben alcanzar el área de registro de Slavonski Brod y de allí desplazarse hasta los puntos de salida croatas de Dobova o Mursko Sredisce por tren. En Croacia, los transportes desde el punto de entrada hasta los de salida son gratuitos y se realizan por tren o por tren o autobús en el último trayecto.

Eslovenia, por su parte, sólo cuenta con dos áreas de tránsito, una de entrada en Dobova/Gornja Radgona y otra de salida a través de los pasos fronterizos con Austria de Gornja Radgona/Bad Radkersburg, Sentilj/Spielfeld y Jesenice. En este caso, los tránsitos se realizan por tren o autobús y también son gratuitos. Pero alcanzar Austria o Alemania parece cada día más un sueño que una realidad, y de hecho son cada vez más comunes los cierres de frontera, más prolongadas las esperas para el trámite burocrático y más habituales las devoluciones de refugiados. El juego de Europa llega a los oídos de serbios, croatas y macedonios, de nuevo, como el de la espera. Perder el tiempo cuando no se tiene un plan implica alejar la derrota; o esperar a que la solución se presente por sus propios medios, de forma tan milagrosa como improbable. Pero para los refugiados el mensaje es claro. Cada vez con más certeza que según se acerca el fin de su viaje más probabilidades hay de que sean retenidos a la puerta de Europa, o en el peor de los casos, devueltos a Grecia… donde habrán perdido todo el dinero invertido y, lo que es peor, buena parte de las fuerzas y de la esperanza. “Llegaremos,Inšāllāh”, señala lacónicamente Adnan, un refugiado sirio de Alepo que viaja con su mujer y sus tres hijos, mientras levanta sus dedos haciendo el símbolo de la victoria. Y nosotros nos quedamos con esa duda al borde de los labios… ¿y si Alá decide en esta ocasión que no, que no llegaréis? Pero nadie puede disipar el estoicismo y la esperanza del rostro de quien se ve más cerca del final de su viaje.

Uno de los problemas más acuciantes es el de la inmigración ilegal que discurre paralela, e incluso a veces mezclada con el flujo de refugiados. Como nos señala un oficial de policía fronteriza macedonio en el paso de Idomeni, “por allí es por donde se tratan de introducir los terroristas… esos que amenazan la seguridad de Macedonia… y de Europa”. Fuera del foco de las autoridades, al pie de las montañas que separan Grecia y Macedonia y Kosovo, Macedonia y Serbia, los pasadores mueven a diario a cientos de personas, en su mayor parte marroquíes y argelinos, que carecen del estatus de refugiado y que tratan de alcanzar Europa. Estos inmigrantes ilegales, carentes de papeles o viajando con documentación falsa o robada, pagan unos miles de euros para cruzar las fronteras por aquellos lugares por los que las mafias les indican. Algunos, como los argelinos Ali y Djamel, señalan, junto a la estación de Presevo, que han sido amenazados con armas cortas de fuego y que las mismas mafias que los hanpasado les han despojado de sus pertenencias, en especial móviles y dinero, una vez concluida alguna de las etapas del viaje. Curiosamente son los primeros refugiados, después de muchos días y kilómetros recorridos, que nos piden tabaco y dinero. Sin duda no son conscientes de que su presencia dificulta de forma notable el tránsito de los refugiados, pero como ellos mismos señalan nadie puede condicionar su deseo de alcanzar el sueño europeo. Y lo alcanzarán a cualquier precio. Ellos se sienten refugiados, independientemente de lo que consideren las autoridades o las instituciones internacionales.

Ante la deriva de la crisis humanitaria que supone la imparable llegada de refugiados, y sobre todo ante el problema que se avecina si éstos no consiguen salir de los países balcánicos limítrofes con Europa que amenazan con convertirse en una bolsa de contención difícil de controlar y gestionar, a mediados de febrero Bruselas instó a Atenas a tomar “medidas urgentes” que mejorasen las condiciones de acogida y registro de los demandantes de asilo. El objetivo no era otro que tratar de reactivar el reglamento de Dublín, suspendido desde 2011 en el caso heleno –por las deficiencias en la acogida detectadas tanto por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea como por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos– y que permitiría al resto de Estados miembros devolver a Grecia a los refugiados si demuestran que entraron a la UE a través de este país. Las normas de Dublín establecen que el expediente de un demandante de asilo debe ser tramitado en el país de entrada a la Unión Europea y que es en ese Estado miembro en donde debe esperar el inmigrante a que se decida su caso. Si se regresase a este modelo se presentaría un nuevo problema para los refugiados. Muchos de ellos se verían obligados a regresar al punto inicial de su viaje en el continente. Pero también se crearía un problema de muy difícil gestión para las autoridades griegas que deberían pasar a gestionar el asilo de cientos de miles de refugiados en su territorio. Por otra parte, la desesperación podría llevar a los refugiados a tratar de permanecer en las áreas de tránsito, colapsando la acción humanitaria en países como Macedonia y Serbia y alimentando de nuevo aquellos viejos monstruos étnicos que ya pusieron en jaque a la comunidad internacional a finales del siglo XX. Cuestiones que, lejos de estar zanjadas, no se encuentran más que en un frágil letargo. Cuestiones que alimentan los demonios internos de una población en la que aún habita esa certeza, siempre dolorosa, del vencedor y del vencido.

A nadie se le escapa que la situación política en Europa tras la victoria electoral de Alexis Tsipras en Grecia no está contribuyendo a la mejora en las condiciones de los refugiados ni en la gestión de su imparable flujo. Tampoco debe extrañar que Grecia, a cuyas costas, según los informes de UNHCR, hasta febrero de 2016 llegó un bote cada 12 minutos, se vea desbordada por esta crisis humanitaria sin precedentes. El pulso entre las altas instancias europeas y los gobiernos turco y griego es constante. Mientras tanto, las ofensivas del ejército de Al Assad y su aliado ruso sobre los puntos bajo el control rebelde y del ISIS en Siria ha multiplicado exponencialmente el número de refugiados que tratan de alcanzar, por cualquier medio, las costas griegas. El inicio de una nueva misión naval de la OTAN en el Egeo para controlar el tráfico de personas podría detener el flujo de refugiados hacia Europa, pero también supondría la creación de tensiones notables en la frontera turco-siria, ya de por sí bastante inestable y peligrosa, cuando no la ampliación del frente de combate más allá de esa frontera y hacia el continente europeo.

Huyen ahora aquellos que lo dan todo por perdido. Los que aguantaron cinco años de guerra, los que vimos regresar en diciembre de 2012 desde los atestados campos de refugiados turcos, los que aún mantenían viva una pequeña esperanza de paz para Siria. Pero también huyen aquellos que, empujados por otras guerras eternas, buscan en Europa un milagro para su miseria. Hay que haber recorrido las destrozadas calles de Alepo, los vericuetos de los campos de refugiados o las aldeas de la frontera de Afganistán, para comprender que incluso el incierto viaje “a ninguna parte” presenta más esperanzas que permanecer en aquellos infiernos.

De momento, en este viaje por la Ruta de los Balcanes, quien ha conseguido llegar hasta Presevo hace emocionado el signo de la victoria. El cansancio se asoma a los rostros de los refugiados, especialmente al de los niños, que según alertan todas las instituciones y ONG son el elemento más débil y crítico. Según el IOM, más de un 40% del flujo de refugiados que alcanza Grecia está constituido por niños acompañados. De ellos, un 4% aparecen solos, sin compañía de adultos, en las fronteras de Macedonia. Muchos de ellos porque no se habían declarado como menores al llegar a Grecia por miedo a ser retenidos. Inquietan, a este respecto, los datos publicados por EUROPOL a finales de enero y que señalan que más de diez mil menores habrían desaparecido al llegar a Europa. Saltan las alarmas un día, pero al siguiente los medios, se han olvidado de ellos. Y así seguirán hasta que alguien los traiga de nuevo a escena. Como si fuesen la mercancía obscena de esos medios que deciden, económicamente, qué es y qué no es noticia.

Los niños. El eslabón siempre más frágil de la cadena del horror. Aquellas mentes dúctiles de las que desconocemos la impronta que el impacto real de esta tragedia ha dejado. Los niños. Aquél amasijo de sonrisas robadas por la enloquecida ferocidad de un mundo que les niega, ahora, cualquier futuro. Sobre el terreno se advierte una notable diferencia entre los niños de menos edad y aquellos más próximos a la adolescencia. En los primeros, pese al cansancio, aún predominan las sonrisas; el viaje es una aventura, una ruptura con la vida normal. Para los más mayores el viaje es un tormento que les aleja de todo lo que conocían y les lleva hacia lugares desconocidos; lugares en los que ya no serán más que los otros, los refugiados, los inmigrantes, los de fuera, con todo el corolario xenófobo que ello arrastra. Los padres se aprestan a amenizar ese camino tortuoso, pero como Mohsin, ex boxeador afgano, reconoce junto a su familia en un descanso en el camino a pie hasta Miratovac, “no se puede mentir a un hijo constantemente. El camino es largo y los niños saben que detrás de esta curva no hay un destino final, sino el final de otra etapa… y el camino sigue”. La moral y la confianza en los padres decaen rápidamente. Una confianza que seguramente cueste mucho recuperar, pues como Mazen, refugiado sirio, reconoce, “un niño no entiende lo que es la guerra, ni por qué sucede, ni por qué su vida se ve totalmente trastocada”. Pero como ellos mismos reconocen, había que ponerse en camino y éste continúa, aunque parezca llevar, indefectiblemente, a ninguna parte.




Czuko Williams es fotógrafo y periodista freelance basado en Madrid que cubre noticias y elabora proyectos documentales en España, Europa y el resto del mundo. Doctor en Historia, estudió fotoperiodismo en la escuela de fotografía BlankPaper de Madrid. Fue finalista del premio de fotografía Luis Valtueña y recibió un accésit el PhotoNikon Spain en 2015 por sus trabajos Hotel de las Estrellas y el Euromaidan de Kiev. Aquí, su sitio web. En Twitter: @czukowilliams.

miércoles, marzo 02, 2016

Musulmanes en peligro - Esglobal - Esglobal - Política, economía e ideas sobre el mundo en español

Musulmanes en peligro - Esglobal - Esglobal - Política, economía e ideas sobre el mundo en español



Éstas son algunas de las comunidades musulmanas más perseguidas, desde dentro o desde fuera del islam.
Rohingyas
Refugiados rohingya descansan en un campamento temporal en Indonesia. Ulet Ifansasti/Getty Images

A esta etnia musulmana, que en ningún país ve reconocida su ciudadanía, le precede la fama de ser quizás la minoría más perseguida del mundo. La mayor parte de sus miembros se concentra en Myanmar, y es precisamente en ese país donde se enfrentan a mayores peligros y discriminación. Radicados sobre todo en el Estado de Rakhine y rodeados de una mayoría budista, beligerante y en muchos casos antiislámica, cientos de miles rohingyas han intentado huir a Estados como Malasia o Bangladés.
No es de extrañar que huyan: los musulmanes birmanos se han venido enfrentando a la discriminación sistemática y a episodios esporádicos de violencia desde el establecimiento de la dictadura militar en 1962. En 2012 unos enfrentamientos interreligiosos en Rakhine acabaron con la vida de 192 personas, de las cuales 166 eran musulmanes. El año pasado, más de 150.000 rohingyas tuvieron que huir de la violencia en ese mismo Estado; la mayor parte de ellos viven confinados en campamentos precarios bajo control de las autoridades.
La progresiva democratización del país aún no ha dado lugar a soluciones para atender las necesidades de esta minoría. Tampoco el creciente papel político de los monjes budistas ha atenuado la hostilidad. Al contrario: muchos de ellos se han significado en su islamofobia, y los monjes disfrutan ahora de más libertad para predicar doctrinas como la del 969, un movimiento nacionalista antiislámico. Las dificultades de la convivencia interreligiosa e interétnica continúan lastrando la creciente apertura del país, y los musulmanes rohingyas siguen siendo la minoría más vulnerable.

Ahmadíes
Miembros de la comunidad ahmadí se preparan para escuchar el rezo. León Neal L/AFP/Getty Images
Miembros de la comunidad ahmadí se preparan para escuchar el rezo. León Neal L/AFP/Getty Images
Miembros de la comunidad ahmadí se preparan para escuchar el rezo. León Neal L/AFP/Getty Images


Nadie parece querer a los ahmadíes. Esta corriente minoritaria del islam, considerada herética por muchos, es ferozmente perseguida en los países de mayoría musulmana. El caso más grave es el de Pakistán, que no sólo alberga a la mayor comunidad ahmadí del mundo, sino que es también el único Estado que, desde 1974, la ha declarado oficialmente como no islámica.
El Código Penal paquistaní prohíbe a los ahmadíes llevar a cabo cualquier actividad que pueda caracterizarlos como musulmanes, como por ejemplo denominar mezquitas a sus edificios de culto, construir minaretes, peregrinar a Arabia Saudí para el hajj o llamar públicamente a la oración, aplicándose penas de hasta tres años de prisión por contravenir esas normativas.
De la represión legal y doctrinaria a la violencia sólo hay un paso: las leyes fomentan la hostilidad popular hacia los ahmadíes, asentando la “obligación religiosa” de asesinarlos y alimentando grupos como Khatm e Nabuwat dedicados a alentar la animosidad hacia este grupo. El episodio violento más notorio lo constituyeron los ataques que sufrieron los ahmadíes en la ciudad paquistaní de Lahore en 2010, cuando más de 90 de sus miembros cayeron muertos en un atentado contra dos mezquitas.
La persecución tiene eco en lugares como Indonesia, donde se han promulgado fatuas declarándolos infieles; se han dado casos de patente hostilidad incluso en Reino Unido, donde dos mezquitas ahmadíes fueron atacadas por otros musulmanes en 2010. Frente a la animadversión a la que se enfrentan en Oriente Medio, Israel es el único país de la región que les da cobijo y en el que pueden practicar abiertamente su fe.
Las fricciones espontáneas y populares derivadas de disputas doctrinarias son difícilmente evitables, pero el principal enemigo de los ahmadíes es la persecución institucionalizada que ampara y justifica los ataques, al tiempo que exonera a quienes los perpetran.

Musulmanes de la República Centroafricana
Hombres se reúnen en la mezquita de Bangui, capital de República Centroafricana. Giuseppe Cacace/AFP/Getty Images
Hombres se reúnen en la mezquita de Bangui, capital de República Centroafricana. Giuseppe Cacace/AFP/Getty Images
Hombres se reúnen en la mezquita de Bangui, capital de República Centroafricana. Giuseppe Cacace/AFP/Getty Images


Desde que los guerreros Seleka, mayoritariamente musulmanes, tomaron la capital del país en marzo de 2013, la República Centroafricana se ha venido desangrando en un conflicto que ha desplazado a más de un millón de personas y adquirido matices religiosos que antes no existían. A los Seleka se oponen coaliciones de militantes cristianos y animistas conocidos como antibalaka; éstas han aprovechado para perpetrar lo que Amnistía Internacional describe como un proceso de limpieza étnica y exterminio de la minoría musulmana.
Como resultado de esta campaña homicida, más de 30.000 musulmanes viven en enclaves precarios vigilados por la ONU, mientras que los que quedan fuera están sometidos a una constante amenaza y tienen que esconder sus prácticas y distintivos religiosos. Muchos de ellos se han visto obligados a convertirse al cristianismo, y centenares de mezquitas han sido destruidas.
El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó en abril de 2014 el despliegue de una fuerza en el país. Sin embargo, el periodo de relativa estabilización que siguió al desembarco internacional se truncó en septiembre del año pasado con un nuevo rebrote de violencia interreligiosa que se llevó por delante la vida de 130 personas y aumentó un 18% el número de refugiados internos.
En un país con un dilatado historial de violencia y que ocupa los puestos más rezagados en desarrollo humano, el elemento religioso no es tanto la raíz de los problemas como una consecuencia adicional que inevitablemente termina en una violencia aún más sistemática y con rasgos genocidas. El pasado diciembre se celebraron elecciones, pero el resultado fue inconcluyente y habrá segunda ronda a mediados de febrero. Si la formación del Gobierno se lleva a cabo de forma pacífica y los líderes están a la altura con su llamamiento a la armonía, el problema religioso podría empezar a remitir. La base de miseria y violencia endémica que lo origina, sin embargo, será mucho más difícil extirparla.

Uigures chinos
Una familia uigur en el mercado de Kashgar, en la provincia china de Xinjiang. Greg Baker /AFP/Getty Images
Una familia uigur en el mercado de Kashgar, en la provincia china de Xinjiang. Greg Baker /AFP/Getty Images
Una familia uigur en el mercado de Kashgar, en la provincia china de Xinjiang. Greg Baker /AFP/Getty Images


Los alrededor de 8 millones de uigures musulmanes, concentrados fundamentalmente en la provincia china de Xinjiang, llevan decenios sosteniendo una dura lucha contra las imposiciones de uniformización cultural propugnadas por el Estado mediante una oposición a Pekín de carácter secesionista y a veces violento. Los peores altercados tuvieron lugar en 2009 en la capital provincial de Xinjiang: murieron alrededor de 200 personas (uigures y también de la etnia mayoritaria han).
Lejos de apaciguar los ánimos con una mayor tolerancia a las sensibilidades culturales y religiosas de los uigures, las autoridades chinas han reaccionado tradicionalmente con la exportación en masa de ciudadanos han con objeto de diluir la identidad local de la provincia (en 1949, los han representaban sólo el 6% de la población de Xinjiang y hoy ya son alrededor del 40%).
También se aplican restricciones a la práctica religiosa: a los funcionarios públicos uigures no se les permite el ayuno durante el Ramadán, mientras que los hosteleros y tenderos se ven forzados a mantener sus negocios abiertos en las horas destinadas al descanso durante el mes sagrado, viéndose incluso obligados a vender alcohol. En Urumqi, la capital de Xinjiang, se prohíbe a las musulmanas vestir el velo islámico en público, mientras que en otras localidades de la provincia se impide usar el autobús a quienes exhiban distintivos islámicos como la barba larga, la media luna o los velos que cubren el rostro.
Las autoridades esgrimen razones aparentemente sustanciales para justificar las prohibiciones, como la necesidad de separar la educación y la religión. Pero ese celo laicista no se aplica a los budistas o a los cristianos. A su vez, otros musulmanes del país, como los Hui de la región de Ningxia, gozan de plenas libertades religiosas, en parte por estar más integrados en la cultura mayoritaria china, hablar el mandarín y no abrigar sentimientos independentistas.
Si bien los uigures han profesado tradicionalmente una forma moderada del islam, la persecución que sufren está empujando a algunos a prácticas más radicales. Muchos uigures han abrazado el extremismo y podrían adscribirse a organizaciones terroristas como el Estado Islámico, cuyo líder ya protestó en su día contra el atropello de los derechos de los musulmanes chinos.

Chiíes
Las tapas de un Corán en un coche tras un ataque terrorista en un barrio chií a las afueras de Damasco, Siria. Louai Beshara/AFP/Getty Images
Las tapas de un Corán en un coche tras un ataque terrorista en un barrio chií a las afueras de Damasco, Siria. Louai Beshara/AFP/Getty Images
Las tapas de un Corán en un coche tras un ataque terrorista en un barrio chií a las afueras de Damasco, Siria. Louai Beshara/AFP/Getty Images


Las dos ramas mayoritarias del islam atraviesan uno de los peores momentos de su historia. La guerra intraislámica se ha vuelto más sangrienta y explícita con la eclosión del conflicto en Siria, que es, como el de Irak, un enfrentamiento determinado por la hostilidad entre ambas doctrinas.
Dado que el chiísmo es numéricamente inferior, sus miembros sufren la violencia y la represión a manos de la mayoría suní en un grado más elevado. La lista de ataques recientes es muy larga: el 31 de enero decenas de personas eran masacradas por terroristas suicidas en un distrito chií de Damasco –los seguidores de esta rama son unas de las víctimas predilectas del Estado Islámico–. En noviembre de 2015, 26 chiíes fueron asesinados en distintos ataques en Bagdad, y en mayo 43 seguidores de esta rama del islam fueron masacrados en un autobús en Pakistán. La persecución, frecuente en los países anteriormente mencionados, ha dado lugar a episodios prácticamente inéditos en otros lugares, como Kuwait, donde el pasado junio murieron 27 chiíes en un ataque a una mezquita.
Éstas y otras agresiones tienen lugar sobre el trasfondo del pulso geopolítico entre Arabia Saudí e Irán. Éste se siente no sólo en Siria e Irak, sino también en Yemen, donde Riad está liderando una operación militar para erradicar a los rebeldes hutíes (chiíes) en la que se le acusa de bombardear a seguidores civiles de esa doctrina islámica y de agravar así la crisis humanitaria. Arabia Saudí también respalda la represión de los chiíes en el reino de Bahréin, donde éstos constituyen la mayoría numérica pero carecen de representación política sustancial.
La persecución contra los chiíes está muy extendida, pero el factor clave es quizá la cuestión siria, pues ningún otro escenario está influyendo tanto actualmente en el recrudecimiento de la violencia entre ambas ramas mayoritarias del islam.

Musulmanes en India
Activistas indios protestan y piden una investigación por la muerte de un hombre musulmán a manos de una turba en Nueva Delhi. Sajjad Hussain/AFP/Getty images
Activistas indios protestan y piden una investigación por la muerte de un hombre musulmán a manos de una turba en Nueva Delhi. Sajjad Hussain/AFP/Getty images
Activistas indios protestan y piden una investigación por la muerte de un hombre musulmán a manos de una turba en Nueva Delhi. Sajjad Hussain/AFP/Getty images


La violencia entre hindúes y musulmanes está en el mismísimo núcleo de lo que hoy entendemos por India. Desde la sangrienta Partición de 1947, en la que las luchas entre miembros de ambos credos alcanzaron cotas inéditas hasta el asentamiento mayoritario de unos y otros en dos Estados diferentes, la hostilidad no ha cesado.
En tanto que minoría, los musulmanes tienden a ser más vulnerables a los ataques de los hindúes. Ningún episodio de enfrentamiento interreligioso conserva aún tanto peso como las masacres en el Estado de Gujarat en 2002. Las cifras oscilan, pero se calcula que entre 790 y 2.000 musulmanes murieron en los altercados (junto a un número muy inferior pero también considerable de hindúes) bajo la mirada supuestamente pasiva del que entonces era el gobernador del Estado, el actual primer ministro Narendra Modi.
Las masacres de Gujarat son una losa sobre el expediente político y moral del mandatario indio, al que algunos acusan no sólo de permisividad con las matanzas, sino incluso de espolearlas y de indultar a quienes las perpetraron. Su partido nacionalista hindú, el Bharatiya Janata Party (BJP), tiene entre sus militantes y su electorado a muchos radicales hindúes a los que se corteja con medidas antiislámicas.
A pesar de su dudoso pasado, Modi ocupó el Gobierno tendiendo una aparente rama de olivo a los musulmanes y ha tratado ostensiblemente de calmar la animosidad interreligiosa, al menos en sus discursos públicos. El pasado 28 de septiembre una turba de extremistas hindúes asesinó a un musulmán por haber comido carne de vacuno; el Primer Ministro hizo un simple llamamiento a la calma, pero a Modi se le critica no sólo por su falta de contundencia en la condena a las agresiones a musulmanes, sino también por haber inflamado él mismo la siempre incendiaria cuestión del sacrificio de vacas, al proponer en mayo de 2014 una prohibición total del mismo.
El resentimiento de los hindúes contra el islam –que, aun siendo una minoría, cuenta con unos 180 millones de fieles en India–, va más allá de los usos y costumbres. La geopolítica tiene probablemente un peso mayor, sobre todo las malas relaciones con Pakistán, cuyas autoridades son frecuentemente acusadas de fomentar y financiar el terrorismo en suelo indio y de amenazar permanentemente la seguridad nacional y territorial india impulsando la actividad violenta independentista en Cachemira.