miércoles, noviembre 29, 2017

Cerrando la brecha de género en Pakistán

Cerrando la brecha de género en Pakistán



Cuando se embarcó en una investigación sobre el terreno de la crisis crónica de Pakistán hace 16 años, la directora del proyecto para el sur de Asia de International Crisis Group, Samina Ahmed, era una mujer en un mundo de hombres. Pero sus experiencias la han convencido de que para entender el conflicto es necesario incorporar con decisión las perspectivas de mujeres y niñas que con frecuencia ven sus oportunidades bloqueadas por la violencia.
“Nuestra gente no deja que las niñas estudien más allá del tercer grado (correspondiente a una edad de ocho o nueve años). Pero esta niña llora y dice: ‘Yo quiero aprender’. Y yo la quiero tanto que no tengo otra opción que mandarla lejos de nuestro pueblo, porque aquí no hay posibilidad de educación después de la escuela primaria. Ella irá a la gran ciudad, y aprenderá, y será la primera de la familia”.
Escucho estas palabras de un padre paquistaní sobre su hija allá por comienzos de la década de 2000. Sucede durante un viaje a Beluchistán, una zona que sufre los efectos de una década de insurgencia. Estoy tratando de desentrañar las causas de la militancia y el conflicto mediante reuniones con antiguos militantes, trabajadores sociales, activistas de derechos humanos y líderes religiosos.
El entusiasmo de esa pequeña niña por desafiar todos los obstáculos que se interponían en su educación todavía me acompaña, al igual que el apoyo comprensivo de su padre, a pesar de todas las barreras impuestas por la tradición. Para mí personifican los innumerables testimonios que escuché durante mis viajes. No solo influyen en el modo en el que trabajo, sino que guían mi comprensión de Pakistán y de cómo la gente —especialmente mujeres y niños, pero no solo ellos— experimentan su violencia y múltiples conflictos.

Voces que no se escuchan, fuerzas invisibles
Cerrando la brecha de género en Pakistán

Mujeres en cachemira cargan con leña. Sajjad Qayyum/AFP/Getty Images
En este día crucial para mí en Beluchistán, una región pegada a Irán y Afganistán, estoy planeando reunirme con activistas políticos seculares y liberales, que se oponen a los islamistas talibanes. En el encuentro en esta casa solo hay hombres sentados en el suelo con las piernas cruzadas, con una excepción: una niña pequeña. Respondiendo a mis preguntas, su padre explica la determinación de la pequeña a ir al colegio y alaba su carácter y su tenacidad para cumplir sus sueños.
Propone luego que yo hable con otras mujeres de su comunidad para escuchar sus perspectivas y experiencias sobre la situación en la provincia. Una ocasión como esa en una parte del país en la que los hombres y las mujeres viven vidas separadas es bastante inusual para alguien que viene de fuera. Cojo al vuelo la oportunidad y soy escoltada a la parte de la casa en la que viven las mujeres, al margen de cualquier contacto con hombres con la excepción de los parientes cercanos.
Un gran grupo de mujeres, vestidas para la ocasión, me da la bienvenida. Me rodean, emocionadas por tener la ocasión de conocer a una forastera. Comienzan por hacerme preguntas. ¿Cómo puede hacer una mujer el trabajo que hago yo? ¿Cómo puedo trabajar sola? ¿Cómo viajo largas distancias libremente? Excepto por las visitas que hacen a sus familiares una vez al año, ellas nunca se aventuran más allá de las paredes de su casa. Comienzan a compartir sus experiencias e historias sobre sus vidas. Algunas me cuentan que les gustaría recibir una educación y tener un trabajo. En sus voces hay rabia y frustración. Saben lo que quieren, pero creen que está fuera de su alcance.
Este encuentro tiene en mí un profundo impacto. Soy activista en favor de los derechos de las mujeres desde hace mucho tiempo, y fui miembro del Women’s Action Forum en los 80 durante el gobierno militar. Habiendo estudiado en una universidad de Pakistán y en el extranjero y tras trabajar en varios países, no tengo ningún problema en hacerme valer en un mundo de hombres. Pero el experimentar esta frustración real y bien argumentada tanto por parte de hombres como de mujeres en un hogar tradicional pastún me hace volver a replantearme mis ideas sobre la brecha de género.
Comienzo a comprender la importancia de integrar las dinámicas de poder y de género en mi análisis del conflicto escuchando lo que tienen que decir mujeres y niñas en las áreas que lo sufren, a pesar incluso de que públicamente sean invisibles. Me doy cuenta de que ser mujer es una ventaja en mi investigación, ya que me da acceso a las mujeres además de a los hombres. Ese día tomo una decisión consciente: redoblaré mis esfuerzos para entrevistar a mujeres además de a los hombres para comprender cómo experimentan la violencia y su visión sobre cómo acabar con ello y canalizar su potencial para ayudar a construir una sociedad más pacífica.

Los más remotos recovecos de Pakistán
En mis años en International Crisis Group viajo por todo Pakistán, desde los suburbios de su ciudad más grande, Karachi, en el Océano Índico, a los poblados de Jaiber Pajtunjuá, en la frontera con Afganistán. Hablo con gente de toda condición, especialmente de los estratos sociales más ignorados e invisibles. Esto no solo incluye las voces de mujeres y niñas, sino también las de trabajadores de partidos políticos, pescadores o granjeros que luchan para sobrevivir en terrenos a menudo duros e inhóspitos.
Como mujer, no encuentro resistencia mientras realizo mi trabajo de investigadora. Mis desafíos son aquellos a los que se deben enfrentar todas las mujeres que trabajan en Pakistán. La ausencia de aseos públicos para mujeres, por ejemplo, presenta no solo un riesgo sanitario, sino también uno de seguridad. Sin embargo, en general, durante mis viajes, incluso en las ocasiones en las que soy la única mujer en hoteles perdidos, compruebo que la gente se muestra especialmente preocupada por asegurarse de que me siendo cómoda y segura.
Al desarrollar mi actividad profesional, a veces la gente se olvida de que soy una mujer. Rara vez me tratan como a una extraña, o como una mujer que no se adapta a las normas locales. La excepción se produce en los centros urbanos donde visito madrasas o mezquitas más convencionales, aunque, incluso allí, la gente no se para a hacerme reproches abiertamente. Solo de manera muy ocasional alguien me pide que me cubra el pelo, como se espera normalmente de una mujer musulmana en Pakistán. A través de su actitud, no obstante, la gente puede transmitir que se sienten al menos incómodos, si no hostiles, ante mujeres independientes como yo.
Por supuesto, soy consciente de que no todas las mujeres paquistaníes piensan como yo. Esto se pone de relieve de manera especialmente intensa un día en una visita a Jaiber Pajtunjuá. Asisto a una sesión del parlamento local, en el que el Partido Islamista, que tiene el poder, cuenta con un gran número de representantes femeninas. Y, sin embargo, son los hombres los que hablan mientras las mujeres simplemente se sientan allí en silencio.
“¿Va usted a participar en el debate?”, le pregunto a una de las mujeres del Partido Islamista.
“No, mis líderes masculinos hablarán en mi nombre”, me contesta.
Proporcionar a las mujeres una plataforma pública a veces no es suficiente para garantizar que estas expresan sus opiniones y necesidades. En algunos casos, las mujeres en la vida pública sirven como figuras intermediarias al servicio de otros intereses.
Y sin embargo, también veo a mujeres y niñas, como aquella pequeña en esa casa remota de Beluchistán, que quieren hacerse oír, que quieren aprender, que quieren una educación, y en cuyas comunidades a veces los hombres están dispuestos a escuchar.

La paradoja de las madrasas
Las mujeres no reflejan la situación al completo, ya que los hombres también están cambiando, a veces incluso sin ser conscientes de que sucede. Me doy cuenta de esto durante mi trabajo en las madrasas, o escuelas religiosas, un reducto tan auténticamente masculino que inicialmente ni siquiera lo relaciono con las mujeres.
Yo no puedo entrar a las madrasas, así que un colega es quien tiene que hablar con los hombres allí. Pero sí puedo reunirme con los líderes de los partidos religiosos que dirigen gran parte de este sector. Contacto con un líder del Partido Islamista, que gestiona lo que posiblemente es el mayor y más extremo grupo de madrasas, donde no se enseña nada que no sea la interpretación del Corán más estricta posible. Sorprendentemente, me invita a su casa. Está claro que no me considera una amenaza como mujer. Incluso su joven hijo está presente.
“Bueno, hermana”, dice el líder del partido, “por favor, dígale a mi hijo que debería estudiar mucho”.
Maulana, ¿qué es lo que estudia el chico?”, pregunto.
“Inglés, matemáticas e informática”.
“Pero Maulana”, respondo. “¿Por qué no está en su madrasa?”.
Y él contesta: “Hermana, los tiempos han cambiado”.

Dar una oportunidad a las mujeres
Cerrando la brecha de género en Pakistán

Niñas paquistaníes en clase, valle de Swat. A Majeed/AFP/Getty Images
En 2005, viajo a Swat, en Jaiber Pajtunjuá, para hacerme una idea de lo que está sucediendo en las zonas rurales. Un guía, excombatiente herido en los frentes de Afganistán y Cachemira, me invita a su casa a conocer a su familia. Su hogar está en un pequeño y bonito pueblo de montaña donde vive con sus hijas. Su mayor problema: los obstáculos a los que se enfrenta para dar a estas niñas una educación formal.
“Sabes”, me cuenta, “ahora lo más precioso que tengo son sus vidas. Y sus futuros. Pero ¿qué tengo que pueda ofrecerles? Aquí no hay escuela. Sin eso, no pueden tener siquiera una educación como tú. Y eso es lo que quiero”.
Luego las chicas se arremolinan a mi alrededor y hablamos de lo que creen que necesita con más urgencia su pueblo. Su respuesta es sencilla: agua, porque tienen que recorrer grandes distancias para obtener simplemente la que necesitan para la casa. Una educación. A través de los años, escucho a menudo esta misma canción.
El tema de la escolarización surge de nuevo cuando intento explicar el trabajo en prevención de conflictos a una chica de 15 años en la ciudad de Gwadar en Beluchistán, una importante base naval que actualmente se ha convertido en el centro neurálgico del Corredor Económico Chino-Paquistaní. Ella responde con rabia y frustración.
“Sabes, estamos hartos de la ONU y de vosotros, las ONG. Venís aquí, habláis, nos dais sermones, escribís, una y otra vez, pero no hacéis nada por nosotros”.
“¿Qué crees que es necesario hacer?”, le pregunto.
“Mira, yo no quiero ser maestra. Quiero ser científica. ¡Pero en mi escuela ni siquiera hay un profesor de ciencias!”, dice. “Nunca seré científica a menos que tenga lo que tú tuviste, el privilegio de una buena educación”.
En ese momento aprendo mi lección. Quiero hacer algo para abordar la falta de oportunidades que se ofrecen a esta chica. La sociedad paquistaní puede parecer conservadora en lo que respecta a la educación de las mujeres pero bajo la superficie la corriente del cambio está tomando impulso.
Mi investigación por todo Pakistán ilustra el impacto que la inseguridad tiene sobre la capacidad de las chicas para recibir una educación. Todas las personas a las que entrevisté —no solo chicas jóvenes, sino también sus padres y hermanos— aseguraron que si sus hijas o hermanas pudieran desplazarse sin riesgos hasta una escuela cercana, las enviarían allí. Sin embargo, en gran parte de las zonas rurales, la gente a menudo vive lejos de los colegios; en los barrios conflictivos de las ciudades, el viaje diario a la escuela puede suponer una amenaza física. “No podemos arriesgarnos a que recorran grandes distancias. Es demasiado inseguro”, es una queja que oigo a menudo. Y cuestiona mi concepción previa de que las restricciones culturales y sociales son lo único que impide que las niñas tengan acceso a una educación en las zonas de conflicto de Pakistán.
Estas averiguaciones me llevan a escribir dos informes sobre la educación de las niñas en Pakistán. El primero, Pakistán: Reformar el sector educativo, publicado en octubre de 2004, advierte sobre el deterioro del sistema de educación del país y sobre los programas de estudios que fomenta la intolerancia religiosa y no proporcionan a los jóvenes las cualificaciones necesarias para una economía moderna y, en algunos casos, crean combatientes para los grupos yihadistas.
Vuelvo al tema 10 años después con la publicación de La reforma de la educación en Pakistán para mostrar que hay millones de jóvenes que aún no pueden ir a la escuela, los programas de estudios siguen sin reformarse y el sistema educativo continúa en un estado de alarmante empobrecimiento. El informe también plantea el problema del acceso seguro de las niñas a las escuelas, así como la necesidad de cambiar los programas de estudios como protección contra el extremismo religioso y el sectarismo.

Una interdependencia mutua
Una y otra vez recibo una lección de humildad de los activistas por los derechos humanos, los trabajadores de organizaciones humanitarias y los líderes en favor de los derechos de las mujeres que arriesgan sus vidas por todo Pakistán para promover un cambio positivo en el país. Al entrevistarlos y escribir sobre sus opiniones, llevo sus voces hasta los más importantes responsables de tomar decisiones políticas en el país. El hecho de que una de las mayores defensoras de los derechos de las mujeres, la primera mujer en convertirse en primera ministra de Pakistán, Benazir Bhutto, alabara las recomendaciones de nuestros informes comunicó a los líderes de su partido que estos debían ser una lectura esencial. Aunque a mí no me sucede, muchas de las personas a las que entrevisto son amenazadas físicamente y atacadas. Y, sin embargo, cada vez que me reúno con ellas me dan las gracias. Siempre siento que debería ser al contrario.
Tomé verdadera conciencia de la interdependencia de mi trabajo y el suyo un día en Punjab. Me reúno con un abogado que dice que reparte versiones fotocopiadas de nuestros informes entre los miembros de su colegio de abogados para sensibilizar sobre los cambios legales que necesita Pakistán, especialmente para abrir nuevas oportunidades a las mujeres. Manifiesto mi sorpresa cuando añade que compra los informes encuadernados en una librería, pese a que están disponibles gratis en nuestra página web. Él me resume la relación entre International Crisis Group, con nuestra labor de investigación y de defensa de políticas, y los activistas dedicados a estas causas. Su grupo está preparado para distribuir nuestro trabajo de este modo porque, según dice: “Hemos aprendido tanto de estos informes como vosotros habéis aprendido de nosotros”.
En 2016, al escribir sobre los diferentes estratos de violencia criminal, yihadista y etno-religiosa en Karachi, tomo mis opiniones sobre lo que está limitando a las niñas en edad escolar y compruebo cómo pueden aplicarse de una manera más amplia a la sociedad. Examino la violencia de género y cómo las mujeres son regularmente sometidas a acoso sexual cuando se desplazan a sus trabajos. Como las niñas que intentan acceder a una educación formal, descubro que las mujeres de las comunidades pobres y marginadas de esta megaciudad, el centro económico de Pakistán, tienen pocas opciones para desplazarse de forma segura a sus puestos de trabajo. Lo que las mujeres más temen es la violencia cuando salen de sus casas para ganar un sueldo con el que mantener a sus familias.
Al incorporar las perspectivas de mujeres y niñas en mis investigaciones, amplificando sus voces y analizando el modo en que experimentan la violencia endémica de algunas zonas de Pakistán, esta labor aspira a proporcionar una comprensión más rica de la violencia y el conflicto en mi país natal y animar al Gobierno a tomar medidas significativas para abordar el simple problema de la seguridad. Cada mujer que puede salir de su casa cada día para acudir a la escuela o al trabajo supone un paso hacia adelante.

La versión original y en inglés de este artículo se ha publicado anteriormente en International Crisis Group.

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