Lo que he dicho de mi generación vale también para el pasado, de la Biblia a Platón, Kant, Marx, Freud, Heidegger, etc. No voy a renunciar a nada, ni puedo hacerlo. Usted sabe, aprender a vivir es siempre narcisista: se quiere vivir tanto como sea posible, salvarse, perseverar, y cultivar todas esas cosas que, infinitamente más grandes y potentes que uno mismo, forman parte sin embargo de ese pequeño “yo” que desbordan por todas partes. Pedirme que renuncie a aquello que me ha formado, a aquello que tanto he amado, no es sino pedirme que me muera. En aquella fidelidad antedicha hay una suerte de instinto de conservación. Renunciar, por ejemplo, a una dificultad en la formulación, a un pliegue, a una paradoja, a una contradicción suplementaria, porque no se la va a comprender, o más bien, porque algún periodista que no sabe leerla, que ni siquiera sabe leer el título de un libro, crea saber de antemano que el lector o el oyente tampoco la van a entender y que su audiencia [l’Audimat] o su gana-pan sufrirán por ello, es para mí una obscenidad inaceptable. Es como si se me pidiese que me inclinase servilmente o que me muriese de imbecilidad.
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