Ha fallecido en su casa de Estepona Antonio Regalado García a los setenta y nueve años. Catedrático de literatura española en la New York University hasta su jubilación, estudió en Harvard y se doctoró en Yale. Enseñó también en la Columbia University de Nueva York.
Comenzó a viajar por España a comienzos de los años ochenta como director del curso de cultura española que impartía su universidad en Madrid. Y así descubrió un país que había abandonado a la edad de cuatro años. Su padre, Antonio Regalado Gómez, catedrático de literatura, había ocupado cargos de responsabilidad en el PSOE durante la segunda república y la guerra civil, lo que forzó su exilio en 1939. Después de breves estancias en Santo Domingo y Cuba pudo establecerse en Estados Unidos y Antonio iniciar sus estudios en un colegio de jesuitas en Boston.
La carrera académica de Regalado ha resultado ser tan espectacular como atípica. Se doctoró con un estudio sobre la novela histórica en Galdós que molestó a los galdosianos porque el novelista no resultaba suficientemente “progre”. Luego dialectizó más de la cuenta a Unamuno en un intenso estudio titulado El siervo y el señor: la dialéctica agónica en Miguel de Unamuno. Mientras recorría España de cabo a rabo reflejó en un ensayo sus lecturas cruzadas de Ortega y Heidegger. La fascinación por el alemán y su diferencia ontológica deslucía un poco la tersa figura de una razón vital, ayuna de trascendencia. El laberinto de la razón: Ortega y Heideggerquedará como una contribución decisiva a la bibliografía orteguiana. Y culminó sus trabajos filosófico-literarios con un enorme —disculpe el lector el calificativo— libro de más de mil quinientas páginas sobre un Calderón, una vez más, alejado del tópico. El gran dramaturgo barroco representa junto a Descartes o nuestro Cervantes otra de las puertas de acceso a la modernidad y una de sus oportunidades perdidas. Regalado no solo recuperaba la obra entera de Calderón, incluidos los autos sacramentales sino que reconstruye los trescientos años que comunicaban al escritor barroco con las obras mínimas de un Samuel Beckett, pasando necesariamente por Leibniz, Goethe, Schopenhauer o Walter Benjamin. Descansó después con un hermoso libro sobre el camino de Santiago, escrito en colaboración con su discípula Beth Lahoski, Un paso en el tiempo: historias de hospitalidad a la vera del camino del Apóstol, y publicó finalmente un ensayo sobre Pío Baroja.
Y digo “finalmente” porque como él mismo refiere en su prefacio, se trata de un libro que llevaba escribiendo —y “desescribiendo”—cuatro décadas. Leyendo a Baroja es la reconstrucción de sus lecturas barojianas, escrita con la técnica de la cesta de cerezas: al evocar una novela, ésta tira de una vivencia, de un recuerdo, de un acontecimiento que da relieve al siglo que le tocó vivir. Y así escribió el libro que no quería escribir para no ser más que lector de Baroja, no profesor-profanador del misterio de la obra de arte.
Y están las obras que no escribió pero que podría haber escrito si ese pudor al que me he referido no se lo hubiera impedido; y las que escribió pero que no tuvo tiempo ni oportunidad --¡ay!, no respetaba las reglas—de publicar, como un monumental ensayo sobre fiestas populares españolas que había vivido una a una.
Fue un investigador de primera, según las más elevadas exigencias de la universidad norteamericana, un magnífico profesor y un maestro en el viejo y único sentido que admite este término, el socrático. Yo tuve la suerte de conocerlo en este papel y de beneficiarme de las tareas que me imponía. No hará ni un mes que quiso venir a mi clase de Historia de la Filosofía de 2º de bachiller para hablar a los chicos de la obra de Calderón En la vida todo es verdad y todo es mentira que habían ido a ver en el reciente montaje de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que Antonio había asesorado, por invitación suya. Le recordaré dialogando con ellos y recitándoles el monólogo de Segismundo en La vida es sueño
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