Elton John se refirió a Margaret Thatcher como la “sangrienta Maggie” (Elton John). Puede parecer una expresión demagógica y poco elegante, pero si repasamos su carrera política descubriremos que no faltan razones para indignarse y caer en los excesos verbales. Aliada con Ronald Reagan, la “Dama de Hierro” lanzó una cruenta ofensiva contra el Estado del Bienestar, rescatando los escenarios de pobreza y desesperación de la Inglaterra de Dickens. Bajó los impuestos a los ricos, recortó derechos laborales, impulsó la privatización de la educación y la sanidad, garantizó la impunidad de los mercados financieros para realizar sus operaciones especulativas sin ninguna clase de cortapisa, intentó implantar un impuesto de capitación o “poll-tax”, que ignoraba el principio de fiscalidad progresiva (se establece una cantidad fija sin reparar en las diferencias de renta, privando del derecho al voto a los que no puedan pagar), respaldó la política exterior de Estados Unidos en los años ochenta, cuando Washington orquestó espeluznantes genocidios en Argentina, Chile, El Salvador o Guatemala, apoyó la guerra sucia contra la Nicaragua sandinista, acusó a Nelson Mandela de ser un terrorista, oponiéndose a las sanciones económicas contra el apartheid, pretendió restablecer la pena de muerte, suprimió la leche gratuita en las escuelas y envió al ejército británico a las Islas Malvinas para no perder el control de una colonia con ricos recursos petrolíferos, ocultando los crímenes de guerra cometidos durante una contienda que costó más de 1.000 vidas humanas.
LA DESTRUCCIÓN DEL ESTADO DEL BIENESTAR
Nombrada Baronesa Thatcher de Kesteven, en el condado de Lincolnshire, con derecho vitalicio a un puesto en la Cámara de los Lores, Margaret estudió Químicas en Oxford. Hija del propietario de dos tiendas de comestibles, que ocupó la alcaldía de Grantham entre 1945 y 1946 como candidato independiente, se educó en el metodismo, pero con una notable influencia calvinista. Es evidente que asimiló la doctrina de Calvino sobre el éxito material como señal de la gracia divina. Después de casarse con el próspero empresario Denis Thatcher, realizó estudios de Derecho, especializándose en materia tributaria. Comenzó su carrera parlamentaria en 1959. En 1961, se opuso al Partido Conservador, que pretendía abolir los castigos físicos en las escuelas. Margaret afirmó que la desaparición de este método tradicional de educar a los más jóvenes, malograría a las futuras generaciones, fomentando la molicie y la indisciplina. En 1966, declaró que la subida de impuestos propugnada por el Partido Laborista constituía un avance “no sólo hacia el socialismo, sino hacia el comunismo”. En su opinión, la bajada de impuestos era un excelente estímulo para el trabajo duro y las ayudas sociales sólo servían para instalar a los ciudadanos en la pereza y el parasitismo. En 1970, la victoria del Partido Conservador en las elecciones generales le proporcionó el cargo de Ministra de Educación y Ciencia. Su gestión se basó en recortar el gasto, escatimando hasta el tercio de leche gratuita que se repartía en las escuelas. Cuando pasó a la oposición, su presencia se hizo habitual en los almuerzos del Institute of Economics Affairs, un “think tank” creado por el empresario Antony Fisher, discípulo de Hayek. Influida por el neoliberalismo irredento de ese círculo, su discurso político se radicalizó, convirtiendo la demolición del Estado del Bienestar en su objetivo principal. Desde entonces, pidió menos impuestos, menos intervención estatal, flexibilidad laboral (un eufemismo para reducir salarios e indemnizaciones por despido), más libertad para los empresarios y los consumidores (otro eufemismo, que esconde una agresiva desregulación concebida para beneficiar a las grandes empresas y penalizar a los pequeños negocios) y una oposición firme contra el “imperialismo soviético”.
Cuando se planteó su candidatura para el cargo de Primera Ministra, surgió el inconveniente de su voz aguda y estridente, semejante a la de una tiza deslizándose por una pizarra. Laurence Olivier se ofreció a mejorar su dicción, restándole dureza y eliminando su acento provinciano. En 1979, el alto desempleo posibilitó la victoria de Thatcher. Con un notable cinismo, citó la famosa “Oración de San Francisco” ante la puerta del número 10 de Downing Street: “Donde hay discordia, llevaremos armonía. Donde haya error, llevaremos la verdad. Donde haya duda, llevaremos la fe. Y donde haya desesperación, llevaremos la esperanza”. Pese a declarar que “las minorías añaden más riqueza y variedad a Gran Bretaña”, una de sus primeras medidas consistió en limitar el flujo de inmigrantes asiáticos, “mucho más difíciles de integrar que húngaros, polacos o sudafricanos blancos”. Partidaria del monetarismo y las doctrinas de Milton Friedman, bajó los impuestos directos y subió los indirectos. Sus presupuestos incluyeron drásticas reducciones en servicios sociales, educación y vivienda. Su política educativa despertó la indignación de la Universidad de Oxford, que se negó a concederla el título honorífico de Doctor Honoris Causa, incumpliendo una vieja tradición reservada a los antiguos alumnos que habían accedido al puesto de Primer Ministro. Thatcher incrementó en un 53% el gasto en materia de orden público, mientras rebajaba casi en un 70% las ayudas a la vivienda. Aunque el petróleo del Mar del Norte permitió mantener a flote la economía y la bajada de precios de las exportaciones de los países del Tercer Mundo, el número de desempleados en 1984 alcanzó la cifra record de 3’3 millones. Margaret Thatcher afrontó las críticas, asegurando en un discurso ante el Parlamento que no rectificaría ni un ápice: “¡Puedes girar, si lo deseas –declamó, leyendo un texto de Ronald Millar-, pero la dama no girará ni cambiará de rumbo!”. En esas fechas, Thatcher creó la Social Market Fundation, un “think tank” ultraliberal, que se acabó convirtiendo en un verdadero lobby, con “un poder casi dictatorial”.
LA LUCHA CONTRA LOS SINDICATOS
La Dama de Hierro consagró una buena parte de sus energías a destruir el poder de los sindicatos. Y, según la BBC, lo logró, hasta el extremo de conseguir que su influencia retrocediera “casi una generación”. Su intransigencia se hizo particularmente odiosa durante la huelga de mineros de 1984-1985. Después de ordenar el cierre de 20 de las 174 minas de propiedad estatal, lo cual implicaba enviar al paro a 20.000 de los 187.000 mineros, se negó a negociar y declaró que luchaban “contra un enemigo interno, más difícil de combatir y más peligroso para la libertad y la democracia”. Después de un año de huelga, la Unión Nacional de Mineros cedió y se llegó a un acuerdo que implicó el cierre de 25 minas. En 1992, se habían cerrado 97 y el resto habían sido privatizadas. Al final, se cerraron 150, lo cual acarreó la destrucción de 10.000 empleos y el hundimiento en la miseria de comunidades enteras. El conflicto costó al país 1’5 millones de libras esterlinas y debilitó a la libra frente al dólar estadounidense. No todas las minas perdían dinero, pero eso no impidió su cierre. Thatcher se aprovisionó de combustibles y equipó a la policía para reprimir contundentemente las protestas. Las cuencas mineras vivieron momentos de increíble violencia que recordaban el ambiente represivo de las dictaduras del Cono Sur de América Latina. La política de privatizaciones no fue menos despiadada. Thatcher privatizó el agua, el gas y la electricidad, sin mejorar la competitividad de los servicios y enriqueciendo a las empresas que adquirieron la propiedad de estos sectores estratégicos. Al mismo tiempo, abolió las restricciones sobre el mercado de capitales y estimuló la especulación financiera. La contrarrevolución neoliberal sentó las bases de un futuro que ahora sufrimos como una incontenible espiral de pobreza y exclusión.
IRLANDA DEL NORTE
En Irlanda de Norte, Margaret Thatcher exacerbó el clima de violencia, rechazando la posibilidad del diálogo e incrementado las medidas policiales. No se inmutó cuando la huelga de hambre iniciada en la Prisión de Maze en 1981, acabó con la vida de Bobby Sands y otros nueve terroristas. La tensión en Irlanda del Norte se disparó y Danny Morrison, político del Sinn Féin, afirmó que Thatcher era “la bastarda más grande que hemos conocido”. La Primera Ministra sobrevivió al atentado del IRA Provisional en el Hotel Brighton, donde se había reunido el Partido Conservador para acudir a una conferencia. Cinco personas murieron, pero Thatcher no sufrió daños de ninguna clase. La experiencia sólo agudizó su voluntad de acabar con el terrorismo por cualquier medio, ignorando –o vulnerando- la ley si era necesario. El 6 de marzo de 1988, una unidad del SAS (Special Air Service) disparó contra tres miembros del IRA en mitad de una calle de Gibraltar, gracias a la colaboración del gobierno del Felipe González, que informó sobre su presencia en el peñón. Se alegó que uno de los terroristas hizo un movimiento sospechoso para extraer un arma o accionar un detonador a distancia, pero tras examinar los cadáveres se comprobó se hallaban completamente desarmados. Las víctimas eran Danny McCann, Sean Savage y Mariead Farrell. Mariead Farrell fue la primera mujer que se negó a vestir el uniforme de la prisión cuando fue detenida en 1976 por su militancia en el IRA Provisional. No salió en libertad hasta 1986, pero en esos diez años desafió al gobierno inglés, secundando la Protesta Sucia y la Huelga de Hambre de sus compañeros de la Prisión de Maze. Danny McCann murió por el impacto de cinco balas. Sean Savage recibió dieciséis disparos y Mariead Farrell ocho, uno de ellos en la cara. Varios testigos aseguraron que el comando del SAS no realizó ningún aviso y los remató en el suelo. En septiembre de 1995, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo, condenó al Reino Unido por violar el artículo 2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, que garantiza el derecho a la vida. En su momento, Margaret Thatcher se negó a investigar los hechos y cuando un periodista le preguntó sobre el tema, contestó desafiante: “Yo he disparado”. En el Parlamento, un diputado laborista interpeló a la Primera Ministra, que sólo respondió: “En esta casa, nunca discuto sobre asuntos relativos a las Fuerzas de Seguridad”. Durante los once años de gobierno de la Dama de Hierro, el SAS mató a 40 republicanos norirlandeses en emboscadas. Algunos medios afirmaron que el gobierno de Thatcher había ordenado disparar a matar, sin ofrecer la posibilidad de entregarse. El director de cine Kean Loach denunció estos crímenes en Agenda oculta(1990), basándose en las conclusiones del policía británico John Stalker, cuyas investigaciones sobre las muertes provocadas por el SAS y la Royal Ulster Constabulary corroboraban que la orden de disparar a matar no era un rumor, sino un hecho incontestable. Stalker también apuntaba indicios de un complot de la OTAN para desalojar del gobierno a los laboristas y entregar el poder a un candidato del Partido Conservador dispuesto a seguir las directrices de Estados Unidos y defender los intereses de las oligarquías financieras. Evidentemente, se trataba de Margaret Thatcher. El gobierno expulsó a Stalker de la policía y le prohibió hacer públicas sus conclusiones, utilizando chantajes y amenazas. Años más tarde, declararía que la situación de los activistas del IRA en las cárceles británicas era similar a la de los presos de Abu Ghraib.
EL ESPÍRITU DE LAS MALVINAS
En política exterior, Margaret Thatcher secundó a Estados Unidos en la “Guerra Fría” contra la Unión Soviética. No es posible probar que fuera un peón de la OTAN como afirman Stalker y Kean Loach, pero lo cierto es que respaldó la iniciativa de desplegar misiles de crucero y misiles balísticos nucleares en Europa Occidental. Además, triplicó las fuerzas nucleares británicas, comprando misiles balísticos intercontinentales para submarinos de fabricación norteamericana. La pionera de la austeridad desembolsó 12.000 millones de euros, mientras recortaba más y más “las perniciosas ayudas sociales”. Al mismo tiempo, establecía un trato comercial exclusivo con Sikorsky Aircraft Coporation, subsidiaria del conglomerado de empresas norteamericanas United Technologies Corporation, con sede en Hartford, Connecticut. Sikorsky Aircraft Corporation es una empresa dedicada al diseño y construcción de helicópteros, con las tecnologías más avanzadas para uso comercial y militar. Michael Heseltine, ministro de Defensa británico, dimitió por considerar que Margaret Thatcher favorecía los intereses de la Sikorsky Aircraft Corporation, despreciando cualquier otra opción.
La Dama de Hierro presumía de su amistad con el presidente sudafricano Pieter Willem Botha. De hecho, le invitó al Reino Unido en 1984 y calificó al Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela de “típica organización terrorista”. Su visceral anticomunismo no le impidió enviar al SAS a entrenar a los jemeres rojos para que lucharan contra la República Popular de Kampuchea, apoyada por Vietnam, pues entendió que el gobierno de Hanói era mucho más peligroso para los intereses occidentales. La utopía campesina de los jemeres rojos estaba abocada al fracaso y, en cambio, Vietnam disfrutaba de una prosperidad económica que lo situaba a las puertas de los países desarrollados. La oposición de Thatcher a la integración europea sólo fue un efecto de su sumisión a Estados Unidos, pues creía firmemente en la creación de un Bloque Atlántico liderado por sus aliados norteamericanos y en ningún caso no quería colaborar con la creación de una Europa social. En abril de 1986, permitió que los F-111 estadounidenses utilizaran las bases de la Royal Air Force para bombardear Libia y participó en la Primera Guerra del Golfo, que causó alrededor de 40.000 bajas iraquíes, si bien la coalición de 31 países liderada por Washington falseó las estadísticas para ocultar el intolerable sufrimiento de la población civil.
El 2 de abril de 1982, la Junta Militar que gobernaba Argentina intentó esconder el genocidio perpetrado contra la izquierda (30.000 asesinatos extrajudiciales), ocupando las Islas Malvinas, Puerto Stanley, las islas Georgias del Sur y el grupo de pequeñas ínsulas conocidas como Islas Sandwich del Sur. El 21 de mayo los ingleses desembarcaron en la bahía de San Carlos y el 14 de junio Argentina se rindió. Durante la guerra, se produjeron 225 bajas británicas y 649 argentinas, la mitad de ellas cuando el submarino nuclear HMS Conqueror hundió el crucero ARA General Belgrano, que se encontraba en el área de exclusión militar de 200 millas establecida por el Reino Unido. La orden del hundimiento partió del gabinete de guerra presidido por Margaret Thatcher que se había reunido horas antes en la residencia campestre de Checkers, situada en las cercanías de Londres. Murieron 323 tripulantes del ARA General Belgrano, la mayoría soldados jóvenes, con escasa experiencia militar. Se acusó a Margaret Thatcher de cometer un crimen de guerra, pero nadie se planteó iniciar una acción judicial. Testimonios posteriores, relataron ejecuciones sumarias, torturas y mutilaciones. En 1992, Vincent Bramley, excombatiente británico, publicó el libro Viaje al infierno, donde narraba fusilamientos, malos tratos, atrocidades y una larga lista de abusos. En 1994, el cabo argentino José Carrizo afirmó que había sobrevivido a un fusilamiento en Monte Longdon, donde perdieron la vida nueve soldados, ametrallados sin piedad. Nunca se realizó una investigación internacional que verificara los hechos. La justicia británica se limitó a recoger testimonios indirectos y declaró que no había pruebas concluyentes. Lejos de afligirse por las pérdidas de vidas humanas, Margaret Thatcher reivindicó el “espíritu de las Malvinas” como un ejemplo de su talante combativo e inflexible.
Desde el principio de su mandato, la Dama de Hierro siempre se mostró partidaria de llevar lo más lejos posible la política de recortes sociales. Cuando le presentaban los presupuestos, siempre repetía: “No son lo bastante duros”. Mantuvo la misma actitud en Irlanda del Norte, participando personalmente en la elección de las armas destinadas a la Royal Ulster Constabulary. Chovinista, antifeminista (“¿Qué han hecho los movimientos de liberación de la mujer por mí? Algunas mujeres nos habíamos liberado antes de que a ellas se les ocurriera pensar sobre tema”) y racista (nunca disimuló su desagrado hacia la inmigración de origen asiático o africano), sus partidarios sostenían que había mejorado la situación económica del Reino Unido, pero los datos indican lo contrario. Alérgica al diálogo y la negociación (“No soy una política de consenso. Soy una política de convicciones”, “No me importa cuánto hablen mis ministros mientras hagan lo que yo quiero”), reivindicó la meritocracia para justificar las desigualdades y repudió cualquier planteamiento comunitario y solidario (“No existe nada llamado sociedad. Hay hombre y mujeres y hay familias”). En Escocia, desmanteló la minería, la industria naval y metalúrgica y el sector del automóvil, arrojando a la pobreza a miles de familias. Es cierto que incrementó del 7% al 25% el número de propietarios de acciones y promovió que un millón de familias compraran las viviendas sociales facilitadas en régimen de alquiler por los anteriores gobiernos laboristas, pero su “capitalismo de casino” incentivó las maniobras especulativas del mercado de capitales, estableciendo un modelo económico que favorecía la aparición de burbujas financieras y sus inevitables pinchazos, verdaderos tsunamis que posteriormente han devastado la economía de regiones enteras. Al relegar la industria y el trabajo productivo, el movimiento de divisas y las inversiones de alto riesgo reemplazaron a la economía real. Las consecuencias de este cambio definen el mundo actual, lastrado por una crisis interminable.
UN LEGADO DE MISERIA Y DESESPERANZA
En World orders old and new (1994), Noam Chomsky cita al economista Wynne Godley para señalar que el período Thatcher se caracterizó por “la ralentización del crecimiento, por la menor capacidad para competir en los mercados mundiales, por el acusado aumento de la deuda y del desempleo gubernamental y familiar, así como por histéricas oscilaciones en una economía alarmantemente inestable, que se unen a la pérdida de capacidad manufacturera”. Más adelante, añade Chomsky: “En 1993 la prensa informó que una cuarta parte de la población, incluyendo al 30% de los niños y los adolescentes menores de dieciséis años, subsistía con menos de la mitad de la renta media, una cifra similar a la del nivel oficial de pobreza. La renta de las familias más pobres experimentó una reducción del 14%. Entre 1979 y 1993, las desigualdades crecieron vertiginosamente, superando incluso al aumento de la desigualdad en los Estados Unidos de Reagan. La comisión británica para la justicia social reveló que la desigualdad de rentas era mayor que cien años atrás. Un estudio de la organización benéfica Action for Children reveló que la distancia entre ricos y pobres era mayor que en la época victoriana y en algunos aspectos peor: “Un millón y medio de familias no pueden sufragar el coste de proporcionar a sus hijos la misma dieta que recibía una criatura de la misma edad en un hospicio de Bethnal Green en 1876”. Un informe de la Comisión Europea afirma que durante la década de los ochenta Gran Bretaña se convirtió en uno de los países más pobres del continente, situándose después de Italia y de algunas regiones españolas. Financial Times señaló que Gran Bretaña había ingresado en “el asilo de los pobres” y que junto a España, Portugal, Irlanda y Grecia era “técnicamente lo bastante pobre como para solicitar fondos estructurales a la Comunidad Europea”.
Hace unos años, Manuel Vicent escribió una brillante semblanza de la sangrienta Maggie: “Mientras Margaret Thatcher planchaba a los sindicatos, privatizaba a las empresas públicas, se enfrentaba a las huelgas y entronizaba el neoliberalismo más salvaje, desde Downing Street se dirigía a la Cámara de los Comunes con el bolso de cocodrilo charolado como el mismo espíritu con que iba a la tienda de ultramarinos de su padre. Fue el gran festín del librecambio con los perros de la codicia humana ladrando en el corazón del dinero. Pero aquella fiesta se convirtió en el baile maldito de esta durísima crisis económica. Ninguna de las hormigas y piojos humanos con los que se cruza en la acera, hoy sometidos al paro más despiadado, reconoce a esa anciana encorvada, que en realidad es la principal responsable de su miseria.” Educada en un estricto metodismo que en su infancia le prohibió jugar con su hermano durante el día del Señor y, más adelante, acudir a las fiestas con chicos del sexo opuesto, Thatcher será recordada por muchos como una mujer desalmada, cínica y manipuladora. Aunque acudieran más de 2000 personalidades a su funeral (algo semejante sucedió con Wojtyla y Teresa de Calcuta, dos personajes nefastos que impulsaron el fanatismo religioso, la desmovilización política de los pobres y la inocua caridad en detrimento de la justicia y la solidaridad), miles de ciudadanos anónimos celebraron en la calle su desaparición, repitiendo el lema: ¡Ding Dong, the witch is dead! (La bruja ha muerto). La frase procede de la canción cantada por Judy Garland enEl Mago de Oz para celebrar la muerte de la malvada Bruja del Este. Convertido en símbolo de las protestas, el tema se situó en el top 10 de ventas. En Londres, Glasgow y otras ciudades británicas las manifestaciones de alegría fueron incontenibles. En Brixton, un barrio obrero, multirracial y profundamente deprimido por los despiadados recortes sociales de Thatcher, la gente se arrojó espontáneamente a la calle para festejar la noticia. Una mujer de Liverpool recordó su triste niñez, cuando sus padres y los de sus amigos se quedaron sin trabajo por el cierre de los muelles. Un profesor jubilado de enseñanza media la acusó de reavivar la lucha de clases, calificándola como “una de las mayores y más viles abominaciones en la historia social y económica”. “Su muerte –añadió, sin ocultar su júbilo- es un momento para recordar”. Maggie murió, pero su herencia sigue viva. Ese legado se llama revolución neoliberal y miles de desdichados continúan sufriendo por su política, prolongada por sus sucesores. Desgraciadamente, nada indica que la historia vaya a cambiar de rumbo, aliviando el sufrimiento del pueblo trabajador, con un pie en la miseria y otro en la marginación.
RAFAEL NARBONA
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