LA MALA NUEVA DEL MARQUÉS DE SADE
Joven recostada, François Boucher. Óleo sobre lienzo, 1751. Museo Wallraf-Richartz, Colonia.
La inversión de los valores postulada por Nietzsche exaltaba la vida, repudiando los trasmundos que estrangulan o postergan nuestras pasiones. Zaratustra baja de la montaña para anunciar la liberación del hombre, oprimido por dos milenios de moral cristiana. Su mensaje constituye un desafío contra la civilización occidental, basada en la metafísica platónico-cristiana, que atribuye a la historia un sentido trascendente. Nietzsche es el profeta de lo inmanente. Su nihilismo es fructífero, creativo, pues dice sí a todos los aspectos de la existencia, incluidos los más dolorosos y desalentadores. Se identifica esta actitud con el “amor fati” de los estoicos, pero hay una importante diferencia. Nietzsche no postula la serenidad que brota de la conciencia de habitar un universo regulado por leyes invariables y necesarias, sino el frenesí dionisiaco, donde no se reconoce otro principio que el azar y no hay espacio para lamentos. El querer parece una acción de futuro, pero el júbilo dionisíaco mira hacia atrás, convocando el eterno retorno de lo vivido, con independencia de su carácter placentero o adverso. Parece imposible adoptar un punto de vista más subversivo, pero lo cierto es que Nietzsche no se atreve a llegar tan lejos como el marqués de Sade, pese a seguir sus pasos durante un largo trecho. Donatien Alphonse François, marqués de Sade (París, 1740- Charenton-Saint, Maurice, Val-de-Marne, 1814) se enfrentó a la moral cristiana con la misma hostilidad, pero no se conformó con aniquilar las nociones de pecado, culpabilidad y expiación. Su pretensión era proporcionar al hombre la ferocidad necesaria para –según las palabras de Maurice Blanchot- “ser inocente a fuerza de culpabilidad; romper para siempre, por sus excesos, la norma, la ley que hubiera podido juzgarlo”.
En Diálogo entre un sacerdote y un moribundo (1782), Sade argumenta que Dios sólo añade un problema suplementario al orden natural, pues no es posible explicar o justificar la existencia de un ser inconcebible para la mente humana. La materia no es algo pasivo, inerte, sino una realidad dinámica que se organiza por sí misma. No necesita un creador que active su despliegue. En Justine, o las desventuras de la virtud (1788), Sade niega la inmortalidad del alma, aduciendo que la distinción entre cielo e infierno sólo es un recurso de la imaginación para apaciguar el miedo a la muerte y legitimar las diferencias sociales. No se muestra más comprensivo con el deísmo, una versión de la fe reelaborada por la burguesía para apuntalar su posición como nueva clase dominante. Sade afirma que la naturaleza desconoce las distinciones morales. El vicio y la virtud son categorías humanas que se deslizan en un sentido u otro, conforme a los intereses de cada época. La naturaleza no es buena, ni mala, pero limita a los hombres, aboliendo su libertad. Los excesos del libertino constituyen el apogeo de la libertad, pues trascienden el determinismo biológico. En La filosofía en el tocador (1795), Sade ensalza el crimen y el vicio. La crueldad no es una infamia, sino el definitivo desencadenamiento del hombre, triste Prometeo sometido por el odioso yugo de la virtud. El vicio es superior a la virtud porque es algo real e intensamente físico, que podemos experimentar en nuestra propia carne. El placer sexual es un hecho incontestable. Por el contario, la virtud sólo es un abstracción, un concepto sujeto a mudanzas y, por tanto, endeble y relativo. La virtuosa Justine es desgraciada, mientras que su hermana Juliette, profundamente depravada, vive dichosa, complaciendo a sus sentidos. El vicio alcanza la excelencia cuando se presenta como una acción gratuita, concebida fríamente, sin emociones. El hombre supera cualquier límite al perpetrar el mal absoluto. Sólo en ese momento es completamente soberano.
Sade afirma que Dios es el único error que no puede perdonar al ser humano, pues la sumisión a un ficticio creador entraña una humillante claudicación. El hombre que se inclina ante lo sobrenatural es un esclavo voluntario, una criatura indigna y miserable, que no se atreve a repudiar valores o engendrarlos. Pensar que la virtud y la felicidad pueden llegar a coincidir, no es menos absurdo que creer en la paz social. Somos naturaleza y la naturaleza se caracteriza por la injusticia, la violencia y la desigualdad. La única fuente de felicidad es el egoísmo, que se ríe de la virtud y desprecia las fantasías igualitarias. Nietzsche podría suscribir estos razonamientos, pero Sade considera insuficiente la libertad ilimitada de los cuatro libertinos de Las 120 jornadas de Sodoma (1785). El hombre que había pasado veintisiete años en prisión por escribir libros obscenos y protagonizar varios escándalos sexuales -infinitamente menos graves que las perversiones de sus personaje-, formuló una utopía negativa que representaba la impugnación más radical del optimismo ilustrado, donde aún subsistía la filosofía de la historia de la teología cristiana, con su ilusión de una perfectibilidad creciente. En su célebre ensayo sobre Sade (Sade y Lautréamont, 1949), Maurice Blanchot afirma que el célebre recluso de Vincennes y la Bastilla alumbró “un verdadero absoluto”, que rebasa nuestra tolerancia al horror. Es un absoluto negativo, que destaca la soledad del individuo. Los otros son inaccesibles como semejantes. La conciencia es una celda hermética. El otro sólo se hace presente como resistencia, como objeto. Su sufrimiento es irrelevante. Sólo debemos preocuparnos de nuestro placer, sin respetar ningún límite o inhibición. La libertad consiste en someter a los demás, aplicando toda clase de ultrajes y aberraciones.
La virtud hace desgraciados a los hombres. Las normas, los preceptos y las leyes constituyen un atentado contra nuestra libertad. El libertino es un artista del vicio, sin temor a nada. Ni siquiera la muerte lo intimida. Escribe Blanchot: “La virtud le da placer, porque ella es débil y él la aplasta, y del vicio obtiene satisfacción por el desorden que engendra, aunque sea a sus expensas. Si vive, no hay acontecimiento de su existencia que no pueda considerarse feliz. Si muere, encuentra en su muerte un placer más grande aún y, en la conciencia de su destrucción el coronamiento de una vida que sólo justifica la necesidad de destruir. Es pues inaccesible a los demás. Nadie puede alcanzarlo, nada aliena su poder de ser él mismo y de gozar de sí mismo”. La soberanía absoluta sólo se obtiene mediante “una inmensa negación”. Negar al otro, humillarlo, torturarlo, anonadarlo, sólo es el primer paso para negar a Dios y al mundo. En el gabinete de Sade, reina la nada. La moral es una quimera; el crimen, una realidad. “Todo es bueno cuando es excesivo”, asevera el libertino. Eso sí, hay que poseer la fuerza necesaria “para franquear los últimos límites”, lo cual significa la disposición de abolirse a un mismo, empleando la misma fiereza que se ha utilizado para destruir al otro. La compasión es inaceptable, especialmente si se dirige a uno mismo.
Sade no se proponer invertir los valores, sino aniquilarlos. Su literatura es un verdadero asalto a los cielos, tal como señala Blanchot: “El criminal, cuando mata, es Dios en la tierra, porque realiza entre él y su víctima las relaciones de subordinación en la que ésta ve las relaciones de la definición de la soberanía divina”. Pero el criminal no se conforma con ser Dios. Anhela su propia destrucción, no sin dejar a su paso un rastro de ignominia: “Es necesario que el mundo tiemble al conocer el crimen que hemos cometido –afirma Saint Fond, el amo, cómplice y protector de la perversa Juliette-. Es necesario avergonzar a los hombres por pertenecer a la misma especie que nosotros”. La literatura de Sade representa la apoteosis del Mal, es decir, de una insurrección abocada a prolongar indefinidamente el eco de la muerte de Abel. En La literatura y el mal (1957), Georges Bataille afirma que Sade era “uno de los hombres más rebelde y más iracundo que jamás hayan hablado de rebelión y de rabia; un hombre, en una palabra, monstruoso, al que poseía la pasión de una libertad imposible”. Las 120 jornadas de Sodoma y Gomorra, cima de su genio literario, muestra con crudeza insuperable “todo el horror de la libertad”. Es la “mala nueva” que identifica la tierra prometida con el gabinete de torturas y el patíbulo del verdugo. Sade nunca fantaseó con la eternidad, pues entendía que la eternidad era el más abominable parásito del mundo real. En su testamento, pidió un entierro perfectamente anónimo: “Una vez recubierta la fosa, será sembrada de bellotas a fin de que el terreno y el soto vuelvan a encontrarse tupidos como eran antes y las huellas de mi tumba desaparezcan de la superficie de la tierra, como espero que se borre mi memoria de la mente de los hombres”. Sade amó el Mal hasta el extremo de inmolarse en el frenesí del crimen: “Desde un principio –señala Bataille- nos vemos extraviados en alturas inaccesibles. Nada queda de lo que vacila, de lo que modera. Es un tornado sin apaciguamiento posible y sin fin, un movimiento conduce invariablemente los objetos del deseo hacia el suplicio y la muerte. El único término imaginable es el deseo que el verdugo podría sentir de ser él la víctima de un suplicio”. Nietzsche filosofa a martillazos, pero cada golpe es una celebración de la vida. Eso sí, no oculta que la vida no es más que “apropiación, ofensa, avasallamiento de lo que es extraño y más débil, opresión, dureza, anexión y, al menos en el caso más suave, explotación”. Sade considera insuficiente el domino del más fuerte. El libertino pretende igualarse con el universo, que destruye todo lo existente con voracidad inexorable. Para Sade, el hombre es un accidente de la naturaleza. De ahí que sea prescindible. No hay que lamentar su desaparición. El universo se reinventa sin cesar. La destrucción sólo es un instante de su incesante devenir.
La “mala nueva” de Sade es tan irrealizable como indeseable, pero nos ayuda a comprender mejor la naturaleza humana, con sus deseos inconfesables y sus tendencias autodestructivas. El hombre acepta los límites que posibilitan la convivencia, pero muchas veces sueña con transgredirlos. Sade nos enseñó cómo sería un mundo sin normas e inhibiciones. El mal puede ser seductor, cuando se disfraza de desafío, rebelión o liberación. Sin embargo, su encanto se desvanece al exhibir su verdadero rostro. La pluma de Sade nos ha legado un retrato minucioso y exacto del mal. Sus libros son tan hipnotizadores como un abismo, pero no soportamos durante mucho tiempo su oscuridad, que insinúa un círculo sin fin, un tránsito inagotable y recíproco entre el placer y el dolor. “Pensamiento circular que se repite incansablemente y que, al repetirse, se destruye infinitamente –observa Octavio Paz-. Su obra es la aniquilación de sí misma”. La literatura de Sade –reiterativa, desmesurada, caótica- es un infinito turbulento que nos revela el espanto de un cosmos gobernando por la materia, sin otro más allá que el espasmo, el grito y el temblor.
RAFAEL NARBONA
Publicado en El Cultural (09-02-2017). Del blog Entreclásicos. Si quieres leer el enlace original, pincha aquí.
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